jueves, 3 de mayo de 2018

ME ESTÁS MINTIENDO





 Cuando hablan de...la “post-verdad”, no sé bien qué pensar. ¿Es la post-verdad una mentira disfrazada, una verdad a medias, o más bien avenirse a la post-verdad es la postura de creer en una mentira porque no requiere de mayores indagaciones, permite evitar el fatigoso trabajo de la averiguación de la verdad verdadera? Porque nos sirve para creer en algo cuando no tenemos nada, porque llena nuestro vacío de afirmaciones o porque nos ayuda a decidir, a liquidar, a cortar con una situación, a allanar un camino. 
  Cuando relativizo, suspendo, cuando desconfío de los que dicen ser dueños de la verdad, es porque creo que esa verdad es siempre reafirmada doblemente, dogmatizada, para convertirse en un monumento de veracidad inconcuso: llamar verdad a la verdad es consagrarla, cerrarla al socavamiento, al cuestionamiento, a las dudas, no vaya a ser cosa de que mi verdad deje de serlo. Porque no puede dejar de serlo, verdad?
  Pero ¿Cuál es la relación de ese reforzamiento de la post-verdad, de esa paradojal conversión de la mentira en verdad, pero en una verdad reforzada, incólume, una mentira-verdad de hierro; con la moralidad pública? La instauración de la hipocresía, de la mala fe, como norma de consagración moral, suscita un mundo turbulento de palabras que tienen un contenido ético especioso, pero dado por válido ansiosamente, porque la norma de la época del pensamiento raudo es la ansiedad por llegar a alguna conclusión sin mediaciones, por llegar rápido a un juicio de valor: un juicio de valor que tiene la tesitura del YA, y sólo puede servirse de los motivos de la inmediatez, un juicio de valor que no espera, un juicio de valor ajeno a todo estoicismo, una ética de la premura.
   La ética de la premura y el modo en que los individuos, los individuos particulares, yo, tú, aquel, incorporan la forma de ser y de hablar del folletín, estandarizan sus apreciaciones. Eso nimba a las relaciones personales del mismo inclemente hábito de invertir la carga de la prueba: demuestra que eres veraz, o daremos por sentado que mientes.. Eso es exactamente lo que nos dehumaniza. A veces, esos juicios frenéticos son ciertos. Sólo a veces. Pero ese “a veces” se soslaya por culpa de la ansiedad propia de la ética de la premura. Típicos de la ética de la premura son los asertos del tipo “es Obvio que es así”. La obviedad como anticipación y oclusión de cualquier averiguación seria, la obviedad como forma de enunciar la suspicacia, que es un aspecto fundamental de una ética urgente. La suspicacia que en dosis adecuadas y en boca de personas inteligentes era una herramienta intelectual atendible, pero que vuelta un ejercicio compulsivo, llevada a una rutina  de repetición, nos idiotiza como sociedad, nos hace vivir en un mundo necio, gastado y opresivo. 
  La ética de la premura, típicamente sádica, se encara ante todo contra los que no tienen fuerzas para defenderse y los desolla, pero respeta a los que aún tienen presencia de ánimo para mentir después de haber mentido, y hasta hay mentirosos profesionales, sobre todo en la esfera pública, que trabajan de mentir y son creídos. La ética de la premura premia al miserable. Esto no prohíja una doble vara, sino un sucio fango en el que no hay vara, en que cada uno es reputado de acuerdo a lo que aparece y no a lo que es, (a pesar de la proliferación metafísica de la palabra ES) y cualquier invocación esencial a lo que se es, es recusada inmediatamente como procacidad: no me mientas diciendo que eres algo, porque ya sabemos que lo único que hay es la apariencia. No quieras revertir tu apariencia con el ser presuntivo: ya sabemos que no hay ser.  La ética de la premura y una recomendación plúmbea y desconcertante: “no me mientas”. La ética de la premura y una acusación incontrovertible: "me estás mintiendo". Pero ¿Quién está mintiendo? Es que no hay tiempo para saberlo.
  Angustia indescriptible de decir la verdad y no ser creído, y de que sean creídos los mentirosos porque mienten estentóreamente y uno dice la verdad en voz baja: ese sentimiento de bronca e injusticia que oprime el pecho y tensiona los hombros. Estoy diciendo la verdad, lo que pasa es que mi verdad no importa tanto. Una mentira convencida vale más que una verdad dubitativa. Rígido totalitarismo de la personalidad, violencia discursiva en virtud de la cual digas lo que digas, estás mintiendo. Pasa el tiempo y es difícil que las mentiras se reviertan, es difícil que las verdades cundan. Cuando mucho, alguien dirá alguna vez como al pasar, con un estridor de impotencia tapado por una  nostalgia casi divertida: “¿Te acordás de aquella verdad? Bueno: era mentira”.  

domingo, 22 de abril de 2018

domingo, 14 de enero de 2018

SUMMERTIME




   

  Me asomo al pasillo y veo la fisonomía de un hombre, bombacha de campo con salpicaduras de lavandina y guarda pampa, alpargatas, remera de manga larga, es una figura gigantesca que me tapa la visual de la ruta, me tapa la luz. Voy volviendo de un pequeño pueblo en la provincia de Buenos Aires, en un micro de media distancia, mugriento, con unos tapizados de paño que tienen unos dibujos estrambóticos.  El micro tiene varias paradas durante el viaje y cada vez que sube o baja alguien es un trastorno, no hay lugar para subir o bajar, entonces la gente empieza a odiarse, a odiar a los que suben o a los que bajan, siendo que uno puede transformarse en cualquier momento en alguien que sube o que baja. La mayoría de los que viajamos –pienso- somos probablemente argentinos. Argentinos. ¿Qué es ser un argentino? Es algo que me he preguntado mucho, y ahora que estoy ocioso me lo pregunto con más ahínco e interés. Me lo pregunto yo que nunca saldré de la perspectiva provinciana. Nunca saldré porque no me interesa avenirme al conocimiento de otras perspectivas, porque soy, mal que me pese, un hombre obtuso y esencial.
 Un argentino: alguien que tiene profundamente internalizada la violencia social, alguien que está tenso porque a cada momento recibe y da hostilidad, desconfía, juzga. Ejerce una violencia que tiene como destino a los animales, las personas, las cosas, el espacio público, el lenguaje. Un cínico por avasallamiento, eso es un argentino. Un cínico que no reflexiona, alguien que cree ser  lo mejor y lo peor del mundo. Trasímaco insolente, pero también cobarde.
En el pueblo, las intrigas que aquejan a la pequeña comuna,  la vecindad, fulano de tal, en quien no se puede confiar. Saludos a la distancia que parecen un desafío o un insulto. Todos sabemos o sospechamos que nuestro estrago como sociedad se está consumando ahora mismo, que estamos cayendo, pero estamos hablando de lo rico que es el helado, ahí se come bien, la carne tiernísima, a Pampita le meten los cuernos, con la linda sonrisa que tiene, Cacho castaña con los pulmones sibilantes haciendo comentarios misóginos, vamos buscando la comidilla del verano para no encontrarnos con lo que hemos hecho de nosotros, con los despojos de nuestra obsesión autodestructiva, la argentina deprimida, estupidizada, infantil, sin fuerzas, sin endorfinas ni ganas de vivir, tensa, tensa, la argentina tensa que no piensa con claridad y cuya utilización del lenguaje es precaria e imprecisa. Una familia de palabras lo refleja palmariamente:  “pelotudo-pelotuda-pelotudez”. La palabra “pelotudo” con una doble ventaja: expresa nuestra agresividad  ingente hacia el otro y presenta el suficiente grado de ambigüedad para ser utilizada sin compromisos. Estados en redes sociales que fustigan al sustantivo colectivo “los pelotudos”. Qué maravilla poder dirigir un escopetazo al aire y que se haga cargo el que quiera: que se mueran los pelotudos. Boris Vian: “que se mueran los feos”. “Los pelotudos son como…las hormigas…el problema con los pelotudos…”. ¿Seré un pelotudo sentado en un micro pensando estas cosas? Qué remedio. Un pelotudo puede ser un colectivero, un taximetrero, un metalúrgico, pero también un universitario, el ministro de economía, el presidente del gobierno, un humorista, pero asimismo Horacio Gonzales, Paolo Virno, un egresado de París VII, hasta Napoleón III. Puedes ser inteligente, lindo, talentoso, ambicioso, y aún así ser un pelotudo: claro que sí. ¿Entones qué significa exactamente ser un pelotudo? ¿Exactamente?: estamos en verano, dejate de joder: no seas pelotudo.
Verano argentino. Afrodisíaca belleza de las mujeres con sus piernas firmes cruzando la calle,  caminando las playas, sofocación, dulzura del aire que entra y sale agónicamente por la boca y la laringe, la piel tostada con su vello terso y las tímidas gotas de transpiración que se deslizan por ella.  El sol como una promesa decepcionante, el calor que era algo anhelado pero no tanto. Los hombres en cueros con sus tetillas atrofiadas, impúdicas, sin explicación. Vacaciones. ¿Vacaciones? El padre de Mafalda saca cuentas angustiosas para ver cuántos días de vacaciones y adonde. La audacia y el cálculo. Unos días a Las Toninas o Faro Querandí pero gastando poco, lo justo. El ocio y la restricción en una relación con el disfrute que es incordiosa, dilemática. Estamos obligados a disfrutar. Disfrutar un poco, lo que se pueda. Fotos con medio cuerpo sumergido porque estamos desfalleciendo pero dignamente, dentro del agua. Necesitamos vacaciones del tiovivo eterno: trabajo-fiestas-vacaciones, eterno retorno de estímulos que no nos dejan pensar en quienes somos de verdad (de verdad, no en la fantasía del narcisismo desaforado) y qué deberíamos hacer de verdad. En cuál es el camino de escrutinio y de cultivo que deberíamos seguir al margen de todo el excremento, de la resonancia distorsionada de nosotros mismos que vemos en las películas, las series, los noticieros, los magazines de la radio, las revistas que dicen siempre las mismas tonterías, estalló el verano, fulanita y menganita calientan las playas de Pinamar. Seguimos siendo en vacaciones los mismos seres bamboleantes, confundidos y agresivos, seguimos repitiendo porque nos confunden, nos repiten y nos agreden.
Esas adolescentes me miran con sorna y se ríen. ¿Se ríen de mí, o de algo de mí? ¿Y qué me importa lo que piensen? “¿Qué me importa?” ¿Por qué me convenzo de que la opinión de los demás no me importa? Cuando le ponemos a alguien el marbete de “pelotudo” ya no nos importa lo que piense. ¿Realmente no nos importa o tratamos de que no nos importe? Que rápidos somos para desvalorizar al otro, qué extraño placer nos provoca. Hasta que vemos al otro postrado, en las últimas, y ahí si qué solidarios que son los argentinos, qué sensiblería impostada son capaces de mostrar. Agresivos porque sí. Tenemos derecho a ser groseros y desagradables cuando hace calor. Si sos amable tranquilo y compasivo van a pensar que sos un pelotudo, y nadie quiere ser un pelotudo a los ojos de los demás, porque no importa qué piensen pero un poco sí importa. Ser pelotudo en la argentina del siglo veintiuno es como ser puto en la sociedad norteamericana en la década del 50’. Represión excedente internalizada al máximo en todos los órdenes.
Si aunque sea tuviese el consuelo de la lucidez en medio de la ofuscación. Pero ni siquiera eso. Soy uno más en este colectivo, uno más inmerso en la abulia fatal del gallinero. Yo también disfruto y padezco eso  de ser cada día un poco más tonto y tener menos inquietudes. No pensar ni equivocado, para qué, si igual se vive. Recordé sin querer ese tango de Cepeda: Las cuarenta. Mientras  pienso estas cosas con la lenidad propia de una tarde de verano, los pastos sufren la opresión del sol al costado de la ruta, acostumbrados como están al incontrovertible ciclo de los días.