domingo, 14 de enero de 2018

SUMMERTIME




   

  Me asomo al pasillo y veo la fisonomía de un hombre, bombacha de campo con salpicaduras de lavandina y guarda pampa, alpargatas, remera de manga larga, es una figura gigantesca que me tapa la visual de la ruta, me tapa la luz. Voy volviendo de un pequeño pueblo en la provincia de Buenos Aires, en un micro de media distancia, mugriento, con unos tapizados de paño que tienen unos dibujos estrambóticos.  El micro tiene varias paradas durante el viaje y cada vez que sube o baja alguien es un trastorno, no hay lugar para subir o bajar, entonces la gente empieza a odiarse, a odiar a los que suben o a los que bajan, siendo que uno puede transformarse en cualquier momento en alguien que sube o que baja. La mayoría de los que viajamos –pienso- somos probablemente argentinos. Argentinos. ¿Qué es ser un argentino? Es algo que me he preguntado mucho, y ahora que estoy ocioso me lo pregunto con más ahínco e interés. Me lo pregunto yo que nunca saldré de la perspectiva provinciana. Nunca saldré porque no me interesa avenirme al conocimiento de otras perspectivas, porque soy, mal que me pese, un hombre obtuso y esencial.
 Un argentino: alguien que tiene profundamente internalizada la violencia social, alguien que está tenso porque a cada momento recibe y da hostilidad, desconfía, juzga. Ejerce una violencia que tiene como destino a los animales, las personas, las cosas, el espacio público, el lenguaje. Un cínico por avasallamiento, eso es un argentino. Un cínico que no reflexiona, alguien que cree ser  lo mejor y lo peor del mundo. Trasímaco insolente, pero también cobarde.
En el pueblo, las intrigas que aquejan a la pequeña comuna,  la vecindad, fulano de tal, en quien no se puede confiar. Saludos a la distancia que parecen un desafío o un insulto. Todos sabemos o sospechamos que nuestro estrago como sociedad se está consumando ahora mismo, que estamos cayendo, pero estamos hablando de lo rico que es el helado, ahí se come bien, la carne tiernísima, a Pampita le meten los cuernos, con la linda sonrisa que tiene, Cacho castaña con los pulmones sibilantes haciendo comentarios misóginos, vamos buscando la comidilla del verano para no encontrarnos con lo que hemos hecho de nosotros, con los despojos de nuestra obsesión autodestructiva, la argentina deprimida, estupidizada, infantil, sin fuerzas, sin endorfinas ni ganas de vivir, tensa, tensa, la argentina tensa que no piensa con claridad y cuya utilización del lenguaje es precaria e imprecisa. Una familia de palabras lo refleja palmariamente:  “pelotudo-pelotuda-pelotudez”. La palabra “pelotudo” con una doble ventaja: expresa nuestra agresividad  ingente hacia el otro y presenta el suficiente grado de ambigüedad para ser utilizada sin compromisos. Estados en redes sociales que fustigan al sustantivo colectivo “los pelotudos”. Qué maravilla poder dirigir un escopetazo al aire y que se haga cargo el que quiera: que se mueran los pelotudos. Boris Vian: “que se mueran los feos”. “Los pelotudos son como…las hormigas…el problema con los pelotudos…”. ¿Seré un pelotudo sentado en un micro pensando estas cosas? Qué remedio. Un pelotudo puede ser un colectivero, un taximetrero, un metalúrgico, pero también un universitario, el ministro de economía, el presidente del gobierno, un humorista, pero asimismo Horacio Gonzales, Paolo Virno, un egresado de París VII, hasta Napoleón III. Puedes ser inteligente, lindo, talentoso, ambicioso, y aún así ser un pelotudo: claro que sí. ¿Entones qué significa exactamente ser un pelotudo? ¿Exactamente?: estamos en verano, dejate de joder: no seas pelotudo.
Verano argentino. Afrodisíaca belleza de las mujeres con sus piernas firmes cruzando la calle,  caminando las playas, sofocación, dulzura del aire que entra y sale agónicamente por la boca y la laringe, la piel tostada con su vello terso y las tímidas gotas de transpiración que se deslizan por ella.  El sol como una promesa decepcionante, el calor que era algo anhelado pero no tanto. Los hombres en cueros con sus tetillas atrofiadas, impúdicas, sin explicación. Vacaciones. ¿Vacaciones? El padre de Mafalda saca cuentas angustiosas para ver cuántos días de vacaciones y adonde. La audacia y el cálculo. Unos días a Las Toninas o Faro Querandí pero gastando poco, lo justo. El ocio y la restricción en una relación con el disfrute que es incordiosa, dilemática. Estamos obligados a disfrutar. Disfrutar un poco, lo que se pueda. Fotos con medio cuerpo sumergido porque estamos desfalleciendo pero dignamente, dentro del agua. Necesitamos vacaciones del tiovivo eterno: trabajo-fiestas-vacaciones, eterno retorno de estímulos que no nos dejan pensar en quienes somos de verdad (de verdad, no en la fantasía del narcisismo desaforado) y qué deberíamos hacer de verdad. En cuál es el camino de escrutinio y de cultivo que deberíamos seguir al margen de todo el excremento, de la resonancia distorsionada de nosotros mismos que vemos en las películas, las series, los noticieros, los magazines de la radio, las revistas que dicen siempre las mismas tonterías, estalló el verano, fulanita y menganita calientan las playas de Pinamar. Seguimos siendo en vacaciones los mismos seres bamboleantes, confundidos y agresivos, seguimos repitiendo porque nos confunden, nos repiten y nos agreden.
Esas adolescentes me miran con sorna y se ríen. ¿Se ríen de mí, o de algo de mí? ¿Y qué me importa lo que piensen? “¿Qué me importa?” ¿Por qué me convenzo de que la opinión de los demás no me importa? Cuando le ponemos a alguien el marbete de “pelotudo” ya no nos importa lo que piense. ¿Realmente no nos importa o tratamos de que no nos importe? Que rápidos somos para desvalorizar al otro, qué extraño placer nos provoca. Hasta que vemos al otro postrado, en las últimas, y ahí si qué solidarios que son los argentinos, qué sensiblería impostada son capaces de mostrar. Agresivos porque sí. Tenemos derecho a ser groseros y desagradables cuando hace calor. Si sos amable tranquilo y compasivo van a pensar que sos un pelotudo, y nadie quiere ser un pelotudo a los ojos de los demás, porque no importa qué piensen pero un poco sí importa. Ser pelotudo en la argentina del siglo veintiuno es como ser puto en la sociedad norteamericana en la década del 50’. Represión excedente internalizada al máximo en todos los órdenes.
Si aunque sea tuviese el consuelo de la lucidez en medio de la ofuscación. Pero ni siquiera eso. Soy uno más en este colectivo, uno más inmerso en la abulia fatal del gallinero. Yo también disfruto y padezco eso  de ser cada día un poco más tonto y tener menos inquietudes. No pensar ni equivocado, para qué, si igual se vive. Recordé sin querer ese tango de Cepeda: Las cuarenta. Mientras  pienso estas cosas con la lenidad propia de una tarde de verano, los pastos sufren la opresión del sol al costado de la ruta, acostumbrados como están al incontrovertible ciclo de los días.

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