BREVE ENSAYO SOBRE LA SIMILITUD ENTRE LA MUJER Y LA GUITARRA.
Me asomé por la puerta cancel y miré hacia el interior. Dos hombres afanosos trabajaban en silencio. Uno de ellos, robusto y proporcionado, con fisonomía de italiano del norte, me miró en forma algo inquisitiva, y se acercó a desgano. Abrió media reja y con una cordialidad recobrada, me invitó a pasar. El local era grande y pulcro. Lo más parecido al taller de Girlandaio, pensé, o de algún verdadero artista. Como excusándome, pero también tratando de afianzarme, dije "a mí me dicen Brando". Agregué que conocía a su hermano, pero eso me confería una cercanía controvertible, porque el hermano era diferente: más pequeño, cálido, expansivo y campechano. Además, nunca se sabe qué piensa alguien de su hermano.
Entonces, para hacer algo, desenfundé la guitarra. Pero no para tocarla -que no sé- sino para preguntarle si le encontraba una solución. Luthiers inescrupulosos o torpes, amigos desorejados, o yo mismo en circunstancias que no recuerdo, habíamos causado a la guitarra un ponderado daño, que quería reivindicar como un acto de justicia.
Antes había ido un par de veces a la puerta del taller, tratando de encontrar a los artesanos, pero la suerte me era remisa. O no tanto. Una tarde me puse a conversar con un tipo llamado Carlos. Llegamos a tal punto de comunión que me invitó a pasar a su casa, una hermosa y vieja propiedad en la que tenía habitaciones de alquiler. Me habló de su pasado como artista y me mostró una hermosa guitarra eléctrica, si mal no recuerdo, una Fernandes stratocaster.
El hombre italiano, Alexis, me dijo que él había escuchado hablar de mí, por parte de Rosalía. Dije, como al pasar "la malograda Rosalía". El otro joven, amable y suave, de sonrisa diáfana, dejó el trabajo y se unió a nuestra conversación. El caso es que Alexis había llegado a tener una amistad muy estrecha con Rosalía, cosa de la cual no me había enterado nunca. Según Alexis, ella le había dicho que yo era el mejor cantante de la ciudad. Y yo casi creo que es cierto.
Porque, estrictamente, creo que soy el único que interpreta el tango como la música distinguida y afinada que debe ser, más allá de florilegios exagerados, fraseos artificiosos, vozarrones graves que impostan una barrialidad ful, poses canyengues que no son más que baturrillo para engañar a un público poco calificado y ávido de falsa emoción. Una vez participé de un concurso de cantores. Subí al escenario vestido como una persona normal, con un pantalón de sarga y un suéter marrón. Tuve la mala suerte de que en el momento en que comenzaba la pista, el viejo presentador estaba frente al micrófono, algo distraído, y tuve que aproximarme a él raudamente en una parada poco elegante. No obstante, canté perfectamente el tango Sur. Por supuesto, otros más sueltos, experimentados o cancheros, pasaron a la siguiente ronda por otras cualidades que no implicaban necesariamente la de cantar. En el jurado estaba una tal Karina Levine (no Levinás), y en la organización, un tipo afable llamado Darío Landi. Este último era, según creo, bien conocido de Rosalía. Rosalía sí que cantaba bien el tango Nieblas del Riachuelo. Cuando le preguntaba a quién había tomado de referencia para hacer esa versión, respondía: a nadie, a mi abuela.
Alexis el robusto me contó detalles acerca de la muerte de la "joven artista". El caso, hasta cierto punto, tomó estado público. Su cuerpo sin vida fue encontrado en los acantilados. Yo me había distanciado de ella por razones que hoy día ya no importan, que nunca importaron. Uno evita zanjar las distancias y tratar las cosas a tiempo porque no sabe que el otro se va a morir. O lo sabe pero lo olvida. ¿Y qué cambia, cuando uno muere, el estado de los pensamientos que tuvo mientras vivía?
Había tocado a su puerta un par de veces, sin respuesta, durante esos días, y en otra ocasión la ví venir por la calle San Martín y me preparé mentalmente para saludarla. Pero ella se metió en un negocio de Todo Suelto, tal vez, porque no quería cruzarse conmigo. Entonces seguí de largo. A los pocos días me encontré con Leopoldo: dijo sentirse preocupado por ella: estaba desaparecida.
Me había encontrado hacía poco con la abuela de Rosalía en la panadería (que yo visitaba más por la belleza afrodisíaca de la panadera que por el pan), y nos habíamos puesto a conversar un largo rato. Compartíamos muchos intereses, por ejemplo, la radio o la actividad textil. Ella me contó que Rosalía estaba haciendo un programa en la emisora Brisas.
Mi hermana, que había sido compañera suya en el secundario, me llamó para contarme que había muerto, y el impacto fue inenarrable. No lo comprendía. Creí que sus últimas excentricidades serían cuestión de rutina.
Alexis habló un rato largo, se descargó o se desahogó, se expresaba con elocuencia, decía cosas harto complejas, a las que yo no podía agregar nada valioso, solamente darle la razón. Me mencionó personas conocidas que pertenecen a una época muy antigua de mi vida. Y habló, desde luego, de amor. De cómo el amor parece ser ese matrimonio de Poros y Penía, dulce abastecimiento de vida por un lado, y carestía indigente, mortuoria y dolorosa por otro. El amor es la única enfermedad que uno quisiera volver a padecer. "¿Cuánto hace que no amo?" suspiran los solitarios, creyéndose desgraciados.
En algún momento, después de su alocución larga y profunda, y casi bruscamente, Alexis se excusó diciendo que tenía que continuar con su labor, entonces les pedí disculpas y me marché. Es que nunca tengo la prudencia para saber cuándo es el momento de irme. Le envié una grabación de una canción mía cantada por Rosalía, y él me respondió algo que prefiero no transmitir.
Rosalía suscitaba pasiones: como Lou-Andreas Salomé. Los hombres revoloteaban a su alerededor tratando de hacerle lisonjeros favores, tratando de descifrar su cáustico misterio, y ella buscaba, como toda mujer, algo que está más allá, un deseo que acaso se dirigía hacia el mar -pienso- como ocurre en El cuento de la sirena.
Cuando corté con mi hermana, no pude seguir concentrado en el partido de Estudiantes de La Plata y Corinthians, me acosté y prendí la radio. Empecé a mover el dial y surgió la voz de ella. Estaban pasando programas viejos, en los que leía textos autobiográficos de un poeta surrealista que le decía a su súcubo: aunque me hubiese equivocado, deberías haberme escrito.
¿Dónde está Rosalía ahora que nos quedamos a oscuras? Bailando a orillas del mar como toda la gente hermosa que deja el mundo. ¿Qué será de tí, sola, en esa muerte espasmódica?