martes, 18 de diciembre de 2012

DULCE DANIELA






La abeja sobrevuela la caléndula amarilla

Con un acento agudo de presente

Y en realidad, su vuelo enroscado a un poder invisible

No cesa de inventar la vieja y terrible mentira

En que nos ponemos de acuerdo. Es hermosa.

                                                      

                                                     Osvaldo Picardo.

 

 

 La noche del lunes, no sé por qué, Daniela Mercuri me pareció una abeja. Será porque tiene ojos de miel. Será porque baila. Ignoro todo sobre la danza de las abejas que, según dicen, descubrió Karl von Frisch. Pero sospecho que debe ser algo tan fascinante como la danza de Daniela. Será porque me pregunto, y se preguntan todos los que la vieron, cómo hace para moverse con tanta ligereza. Pero es una mujer:  robusta, bahiana, de busto perfecto, de fuertes piernas, envuelta en un enorme vestido blanco de seda, con interminables volados.

   Su espectáculo es asombroso, conmovedor, vibrante, de una calidad y de un virtuosismo incuestionables. Porque además, ella canta, y lo hace con un caudal y un vibrato muy notables. El problema, acaso, es que toda su puesta se inserta, entra un poco a la fuerza, en un formato que es el de la 41 Fiesta Nacional del Mar. El mar, que es eterno, ignorará por siempre que en una remota ciudad de provincia, feudal, conservadora y apática, de una nación del extremo sur, unos hombres que miden el tiempo y viven en una cultura, le tributan una fiesta. Pero la fiesta se hace: y en ella están un cancionista simpático y de cierto talento, algo chusco, llamado Kevin Johansen, que canta Anoche soñé contigo y entona desorejadamente Garota de Ipanema, y Daniela tiene la generosidad de compartir escenario con él. Y están las candidatas a reina, que son chicas lindas, pero no saben sambar y bailan sin gracia, porque están nerviosas. Entonces el cuerpo místico del recital de Daniela Mercuri se degrada un poco. Pero ella se abre camino, con una energía sin medida. Rapunzel, un canto al amor divertido y absurdo, una canción de Chico Buarque de Holanda, otra de Violeta Parra,  muchas versiones de canciones típicas del Axé, un ritmo despreciado en el Brasil por popular y ordinario, frente al cenáculo culto de la Bossa Nova y el coto pulcro, conservador, de la milonga.      Daniela hermosea, baila, canta, grita “Argentina”, “Mar del Plata”, sueña con que el carnaval de Bahía venga a Mar del Plata, con que Argentina y Brasil armen un solo equipo de fútbol, con que Suramérica sea un solo país, habla de la Negritude y entona duerme negrito. Dice que los suramericanos son cálidos y humanos, que ama la Argentina, que hay que apostar a la cooperación y no a la competencia y canta Alegría agora. Y uno se persuade, por un momento, de que todo eso es cierto, porque hasta un hombre triste y desencantado se deja convencer por la belleza, se empalaga con la voz, la danza y las palabras, la boca y los ojos, porque la belleza nos transporta. Al despertar, es el mismo valle de lágrimas. El verano dura poco, y como decía Robert Burns, los mejores proyectos de los hombres fracasan a menudo. ¿Dónde estábamos? Debo estar en América del Sur: bien al sur.

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