Durante la dictadura militar, yo no era muy consciente de lo que pasaba
en el país. Dedicaba mis tardes a
retozar en un gigantesco monte de eucaliptos lindero a mi casa, jugar a la
pelota con los mocosos de la villa, quitarle las garrapatas a mi perro Poroto, pasear con mi abuelo recogiendo
uvas chinches, limones secos e higos raquíticos, atormentar a un pequeño gato tabby silencioso y parco, escuchar junto
a mi padre los partidos de San Lorenzo en la B , enamorarme de una vecinita chilena, ir a la
escuela, y mil cosas más. Se dirá que
era un chico y no tenía obligación de participar en política ni de estar
informado, pero en el fondo, me ocurría lo mismo que a todas las personas que
me rodeaban : estaba viviendo. Vivía activamente, porque hay, supongo, una
infinidad de esferas de la vida que una dictadura no puede aniquilar. En algún
punto, se me ocurre que una dictadura es como una glaciación: hay mucha vida
que queda bajo el hielo, y cuando termina su efecto devastador, las especies
que sobrevivieron se desarrollan como pueden.
Vi la asunción de Raúl Alfonsín en casa de mi abuela materna, en
calzoncillos, tirado en un sillón. Dicen que cuando volvió la democracia, los
militares todavía tenían poder: su presencia era inquietante como la de un
dolor reflejo. No hace falta hacer observaciones sobre el modo en que los
integrantes de las juntas fueron juzgados, porque es algo de lo que se ha
hablado mucho. Quiero observar que la dictadura legó a la sociedad argentina una
miríada de taras, de marcas en el lenguaje, y también de prácticas: la
dictadura triunfó, en algún punto, dejando tras de sí la huella de una sociedad
represiva, punitiva y vigilante. Porque nuestra subjetividad no es democrática.
Si realmente fuésemos democráticos, no nos irritaría que alguien piense (y
sobre todo sea ) distinto. Si
fuésemos democráticos, estaríamos más cerca de comprender el sentido de la
diversidad. Pero, como decía Kant, falta mucho para que estemos emancipados,
y así, cada uno lanza los dicterios
morales que se le ocurren y se regodea en estigmatizar, y, si puede, delatar al
vecino.
Hay personas que se dedican a averiguar qué estuvo haciendo cada uno
durante la dictadura militar, para después, munidas de una autoridad moral
incógnita, condenarlo o absolverlo. La cosa no pasa de unos cotilleos y rumores
sin sustancia. Desde luego, no hablo aquí de la justa y pertinente denuncia y
repudio que se hace de los verdaderos represores y cómplices de la dictadura, y
todos sabemos, someramente, quienes tienen las manos manchadas. Afirmo, en
efecto, que el asunto es demasiado serio como para que se haga a partir de él
una retorica desaforada, o un usufructuo
vil y estratégico. Afortunadamente la justicia, aunque humana, no depende del
parecer individual de un hombre que bien
puede estar ofuscado, inventar patrañas o incurrir en unilateralidad. La
justicia humana requiere de procedimientos que la invisten de cierto grado de objetividad y
transparencia. Es justo decir que la
política de derechos humanos que lleva adelante el gobierno actual –más allá de
lo buena que fuese en términos absolutos- goza de un consenso bastante amplio
en la sociedad.
Los fariseos que acusan a los demás para alimentar sus propios intereses
o perversiones, o para eximirse a sí mismos de culpa, manipulan a sus
interlocutores y faltan el respeto a los procesos políticos protagonizados por
lo más granado de la militancia y el pensamiento argentino de toda una década,
y desconocen el cariz verdaderamente trágico del terrorismo de estado.
Los que, en general, acusan a los demás de cualquier cosa,
inventando falsedades a sabiendas, con interpretaciones maliciosas, se degradan
a sí mismos y atacan al mismo tiempo el ideal de un posible humanismo.
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