jueves, 3 de enero de 2013

La dictadura deletérea, ayer y hoy.


  Durante la dictadura militar, yo no era muy consciente de lo que pasaba en el país. Dedicaba  mis tardes a retozar en un gigantesco monte de eucaliptos lindero a mi casa, jugar a la pelota con los mocosos de la villa, quitarle las garrapatas a mi perro Poroto, pasear con mi abuelo recogiendo uvas chinches, limones secos e higos raquíticos, atormentar a un pequeño gato tabby silencioso y parco, escuchar junto a mi padre los partidos de San Lorenzo en la B, enamorarme de una vecinita chilena, ir a la escuela, y mil cosas más.  Se dirá que era un chico y no tenía obligación de participar en política ni de estar informado, pero en el fondo, me ocurría lo mismo que a todas las personas que me rodeaban : estaba viviendo. Vivía activamente, porque hay, supongo, una infinidad de esferas de la vida que una dictadura no puede aniquilar. En algún punto, se me ocurre que una dictadura es como una glaciación: hay mucha vida que queda bajo el hielo, y cuando termina su efecto devastador, las especies que sobrevivieron se desarrollan como pueden.

  Vi la asunción de Raúl Alfonsín en casa de mi abuela materna, en calzoncillos, tirado en un sillón. Dicen que cuando volvió la democracia, los militares todavía tenían poder: su presencia era inquietante como la de un dolor reflejo. No hace falta hacer observaciones sobre el modo en que los integrantes de las juntas fueron juzgados, porque es algo de lo que se ha hablado mucho. Quiero observar que la dictadura legó a la sociedad argentina una miríada de taras, de marcas en el lenguaje, y también de prácticas: la dictadura triunfó, en algún punto, dejando tras de sí la huella de una sociedad represiva, punitiva y vigilante. Porque nuestra subjetividad no es democrática. Si realmente fuésemos democráticos, no nos irritaría que alguien piense (y sobre todo sea ) distinto. Si fuésemos democráticos, estaríamos más cerca de comprender el sentido de la diversidad.  Pero, como decía Kant, falta mucho para que estemos emancipados, y así,  cada uno lanza los dicterios morales que se le ocurren y se regodea en estigmatizar, y, si puede, delatar al vecino.

  Hay personas que se dedican a averiguar qué estuvo haciendo cada uno durante la dictadura militar, para después, munidas de una autoridad moral incógnita, condenarlo o absolverlo. La cosa no pasa de unos cotilleos y rumores sin sustancia. Desde luego, no hablo aquí de la justa y pertinente denuncia y repudio que se hace de los verdaderos represores y cómplices de la dictadura, y todos sabemos, someramente, quienes tienen las manos manchadas. Afirmo, en efecto, que el asunto es demasiado serio como para que se haga a partir de él una retorica desaforada, o  un usufructuo vil y estratégico. Afortunadamente la justicia, aunque humana, no depende del parecer individual de un  hombre que bien puede estar ofuscado, inventar patrañas o incurrir en unilateralidad. La justicia humana requiere de procedimientos que la invisten de cierto grado de objetividad y transparencia.  Es justo decir que la política de derechos humanos que lleva adelante el gobierno actual –más allá de lo buena que fuese en términos absolutos- goza de un consenso bastante amplio en la sociedad.

  Los fariseos que acusan a los demás para alimentar sus propios intereses o perversiones, o para eximirse a sí mismos de culpa, manipulan a sus interlocutores y faltan el respeto a los procesos políticos protagonizados por lo más granado de la militancia y el pensamiento argentino de toda una década, y desconocen el cariz verdaderamente trágico del terrorismo de estado.

 Los que, en general,  acusan a los demás de cualquier cosa, inventando falsedades a sabiendas, con interpretaciones maliciosas, se degradan a sí mismos y atacan al mismo tiempo el ideal de un posible humanismo.

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