Con estas palabras, estoy sucumbiendo a la tentación de dar a conocer
algunas opiniones políticas, que permanecían en privado, y sobre las que disto
de estar seguro. Quiero entregarme en principio a un ejercicio intelectual
romántico, como es el de establecer una comparación que explique un hecho
actual en función de uno pasado. El actual es el llamado "18 A" y el
pasado la redacción, por parte de Martín Lutero, de los Escritos Políticos de la época de 1527. ¿Qué tienen que ver
episodios tan disímiles en la forma y en el tiempo? Lutero pensaba,
someramente, que la legitimidad del Estado político se basaba en esta
afirmación: en la sociedad no todos son cristianos (léase “buenos”), y es
preciso proteger a los cristianos de los daños que pueden sufrir a manos de los
no- cristianos (“malos”). Por lo tanto, se le debe “obediencia, honor y temor”
al poder temporal, llamado también “guerra” o “espada”. Es una teoría límpida y
perfecta, sobre todo en comparación con el basto catálogo de consejos bajos que
es El Príncipe de Niccoló Maquiavelo.
El punto que hay que examinar es: ¿Cómo debe obrar un Estado político
frente a la turba encendida que quiere destituir a sus gobernantes, que hace
violencia contra ciudadanos particulares y que lanza hacia los magistrados maldiciones
y acusaciones infames? Se supone que con la espada. El problema es que en la
concepción del Estado democrático, la legitimidad ya no reside exclusivamente
en el uso de la fuerza, sino también en el sufragio, el libre juego de las
opiniones, y el arte persuasivo. Los ciudadanos pueden manifestarse contra
gobernantes que no los representan y expresar su disconformidad. Parece algo
más controvertible que puedan agitar con consignas que digan que hay que
voltear al gobierno a cualquier precio, y si esto puede ser considerado
simplemente como sedición. No deja de ser llamativo que los administradores del
Estado deban presenciar cómo algunos de sus súbditos hacen manifestaciones en
contra del propio Estado y a favor de la interrupción o la destrucción de su
orden institucional, pero la democracia es el plexo en el que todas las
opiniones, incluso las antidemocráticas, tienen lugar.
Es más común, y menos peligroso, el que se hagan caricaturas y befas carnavalescas
sobre los gobernantes (siempre que no superen el umbral de la indecencia) que
son tomadas como una expresión y descarga de cierta disconformidad y alivio de
la tensión que provocan las relaciones de obediencia. La protesta se vuelve más
seria si algún sector entiende que el gobierno no gobierna para los suyos, sino
que siempre está favoreciendo a otros, y entonces exige unos gobernantes más
acordes a sus intereses: “un rey como David, que nos haga ricos y poderosos”.
El ciudadano es en ese caso libre de expresar sus más extraños deseos y conjeturas.
Las mujeres jóvenes pueden decir, por ejemplo, “me gustaría que Ryan O’ Neal
fuese el presidente”, o los hombres soñar con que un caballo sea legislador.
Pero la traducción de tales deseos a la realidad es algo escabroso, y la
mayoría de esos deseantes individuales quiere eximirse de las cargas de un
prolongado trabajo en pos de sus ideas, porque no las cree tan importantes como
para consagrar su vida a ellas.
Colijo que hay una sensible separación entre
el soñador inofensivo, el militante que hace peticiones al gobierno partiendo
de ciertas convicciones y planteos claros, incluso invocando un derecho formal
a la rebelión, o la necesidad de una revolución política; y el delincuente
sedicioso, insolente, grosero, y violento, que sólo aspira a defender sus
prerrogativas sin curarse de los caminos que podrían conducir, eventualmente,
al bienestar general
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