lunes, 13 de octubre de 2014








UNA NOTA SOBRE EL MATADERO Y LA ILUSTRACIÓN.

Juan Brando



  Acaso esto mismo haya sido escrito muchas veces. Una idea muy manida que por eso mismo, no despierta el menor entusiasmo. Alguien puede imaginar en soledad que la tierra es redonda sin haber oído hablar jamás de ningún almirante genovés, y aún sentir el eco de que eso ha sido pensado antes. Suponemos que la idea alguna vez fue buena, cuando conservaba su troquelado, y en esa esperanza, que deja ahora de ser secreta, vamos  a consignarla de todos modos. Dice así: la federación es un animal. Esto se echa de ver en su nombre de “federación rocina”. Llamar “rocina” a la federación tiene una intencionalidad anfibológica: por un lado, aludir al basto jumento que llevó penosamente en sus lomos al caballero armado de Cervantes, cuya presencia en el relato de Echeverría describiremos más abajo, y por otro, al llamado Restaurador de las leyes, al que Borges se ha referido así:

Famosamente infame

Su nombre fue desolación en las casas

Idolátrico amor en el gauchaje

Y horror del tajo en la garganta.


  Habrá que pensar alguna vez si este poema absolutorio era dado a contrarrestar la expresión “Rosas, te maldigo”, pronunciada por otro poeta que ya no recuerdo.[1] La miríada de críticos que van vinculando, cartesianamente, a Borges con el resto de las cosas del mundo, tienen probablemente en el tema “Borges y el odio” un feraz campo de trabajo. Dice por caso de Rosas:


Ya Dios lo habrá olvidado

Y es menos una injuria que una piedad

Demorar su infinita disolución

Con limosnas de odio.


  Es natural que su odio, caso que exista, se haya dirigido con mayor encono a los tiranos de su tiempo que a los que ya estaban sepultados. El propio Borges ha expresado púbicamente sentir por los primeros  “algo parecido al odio”.

  Si la federación es un animal, tendrá corazón: ese corazón es el Matadero. Es entendible que aparezca descrito como algo sanguinoliento, y en cierto modo, abyecto. En él se condensan todas las pasiones en su tipo máximo y original. La fealdad y la ordinariez, y también cierta belleza que anida en lo brutal, están mezcladas allí en una barahúnda desorejada que, sin embargo, el narrador va describiendo con suma prolijidad, como en una exposición de cuadros. La importancia de este corazón malsano, el Matadero, es tan grande, que haciéndolo desaparecer, se aniquilaría a la entera federación: todo el cuerpo está sostenido en su movimiento y late con él.

  “El matadero” es el resumen de varias muertes. Un matadero es en efecto un lugar donde se ha de matar, pero en este caso, hay muertes que no son de rutina: ocurren de forma inopinada.

La muerte de un niño, símbolo de los valores culturales puros (piénsese en la acusación a los existencialistas de que habían olvidado “la sonrisa de un niño”) ocurrida como frecuentemente en la vida real: una víctima inocente perece en virtud de la violencia social. La muerte de un toro díscolo y valiente (y de cuyo valor se da cuenta con la exhibición de sus criadillas como una especie de trofeo constatativo) que no quiere someterse a la represión y la igualación: que quiere ser libre. Esa persecución y muerte prefigura la muerte del joven unitario al final del relato. Ambos, toro y joven, detentan el rasgo común  de la valentía para oponerse a la opresión. La unidad de medida de esa valentía es la animalidad: si los hombres son cobardes que someten a uno entre muchos, que son obsecuentes y se pliegan a relaciones políticas protervas, se convertirán en algo menos que animales. Aquí las fronteras y relaciones de analogía entre el hombre y el animal se vuelven nebulosas y en cierto modo, se subvierten. Si un hombre calla lo que tiene in petto y suscribe la injusticia por conveniencia o por temor, decae de su condición de hombre, en la premisa de que, como ha dicho Carlyle “el sentimiento de injusticia es insoportable al corazón humano”. Si un hombre soporta la injusticia sin inmutarse, sin revolverse contra ella, deja de ser un hombre, pero asimismo no puede ser un animal, a quien le están vedadas las deliberaciones sobre la justicia. De esto resulta que la “infame canalla” a la que se dirige el joven unitario está compuesta por unos seres del tercer tipo: híbridos que no pueden llamarse estrictamente animales ni humanos.

  No sólo el vocabulario con que el joven unitario insulta es traído del Quijote: su inactual aparición en el relato lo pone en situación de ser un caballero que anda por ahí, en suburbios limitales, buscando enderezar entuertos y reparar injusticias. Su insolencia al hablar, el acto de patear el vaso de agua ofrecido por el negro, reflejan, por un lado, la reivindicación de una hidalguía ignorada y mancillada, la nostalgia por un sistema de castas que desaparece para no volver, y por otro, el planteo de que la vesanía está en el avance desmesurado, tanto o más que en la fuerza individual que lo contraviene. ¿Dónde reside la locura: en suicidarse por lo propios ideales u opiniones, en virtud de la libertad de de pensar, o en un sistema social fundado en la inmoralidad y el disvalor? Aquí es donde se advierte la inspiración netamente ilustada del planteo: locura o delirio son el guiarse por lo que dice un tribuno, obedecer sin deliberar, permanecer en la tutela ajena o creer en supersticiones irracionales.  La libertad para la opinión y la propia instrucción, esa Libertad irrestricta, está más allá de la vida y de su pérdida. El mundo habrá enloquecido si se mata a los que deciden pensar por sí mismos. Morir por causa de la libertad es, en tal caso, la única forma de afrontar que el orden antiguo ya no podrá restituirse.

  Entonces, “El Matadero” suscita un tironeo de la conciencia porque el mundo nuevo, el de la desmesura y la bajeza, lo es respecto de un mundo anterior al que se refiere por contraste, un mundo libre, alto y mesurado. Pero ocurre que la Libertad, en tanto ideal ilustrado, idea regulativa, aspiración, es algo siempre incompleto, siempre pasible de concretarse en el futuro. Luego, el buen lector deberá aprender a añorar el pasado y auspiciar el futuro, negando y deplorando la baja condición del presente. ¿Por qué se supone que las condiciones pasadas eran más aptas que las presentes para conseguir la libertad futura? Además: ¿Por qué ese camino que de acuerdo a los preceptos de la Ilustración conduciría ineluctablemente a la Libertad, sufre acerbas interrupciones por vía de sistemas tiránicos? La Ilustración exige, por lo tanto, algunas condiciones auxiliares para realizarse: en primer lugar, cierta jerarquía para que las opiniones que los ciudadanos vierten en calidad de expertos sean atendidas por los administradores y tengan su lugar en la circulación social de los discursos, y por otro, gobernantes que tomen la decisión política de acompañar los caminos para la emancipación. Pero estas condiciones parecen contrarias a los propios ideales ilustrados: las jerarquías se oponen a la realización de un reino de los fines, integrado por seres racionales perfectamente iguales, en la culminación de los tiempos; la confianza en los gobernantes, incluso la dependencia de ellos, es una especie de heteronomía, de apelación a un principio exterior de sujeción. La contradicción nace de la razonable conjetura de que, sin un orden social que posibilite la emergencia de la palabra del experto como algo consagrado, su palabra no valdría más que un flatus vocis perdido en el ruido de la turba ignorante. Y sin el acicate de la autoridad política y su control de los eventuales arrestos de injusticia individual, los hombres no se cultivarían, sino que permanecerían en la postración a la que lo lleva su tendencia a la molicie, la estupidez y la falta de iniciativa.

  ¿Entonces la Ilustración propone algo que ella misma refuta? Kant aceptó, en su momento, que la Humanidad europea no se encontraba todavía emancipada, que aun faltaba mucho para eso. Pero decía, no obstante, que la suya era una época de Ilustración. Un punto interesante de escrutinio es, ¿Cómo saber efectivamente que se ha retrocedido en el camino de la Ilustración? ¿Quiénes tienen la facultad o el don de estipular que la libertad está siendo conculcada, que los hombres no se están dedicando a su propio cultivo? En última instancia, eso puede ser materia de opiniones encontradas, a las que no se puede reprimir, gracias a los beneficios de la libertad de pensar y el uso público de la razón. Pero entonces hay que preguntarse, ¿Puede haber Ilustración si no se es consciente de que se está en una época de Ilustración, sin una suerte de autocomprensión histórica? Hoy en día, algunos tenemos la impresión de hallarnos en un tiempo de barbarie y retroceso, pero no faltarían quienes –esgrimiendo por lo demás buenas razones- estarían dispuestos a afirmar lo contrario. La Ilustración podría entonces perder algo de su prestigio si hubiese varios partidos que la caracterizaran en forma distinta y fijaran con arreglo a eso sus condiciones. Pero lo contrario sería caer en lo que a veces se achaca a la Ilustración: el estar apegada a criterios fuertemente normativos. Los principios de la libertad de pensar no podrían impedir que cada uno delibere como quiere acerca de la Ilustración, incluso de la Libertad, que, como se sabe, es algo que no se puede conocer, sino postular. Es decir, está en el seno de la Libertad el que se tengan opiniones equivocadas acerca de ella. En este sentido la orientación en el pensamiento debería guiar a los agentes de la Ilustración en tránsito durante el arduo camino de llegada al reino milenario.

  Por todo esto, la inspiración contradictoria que sugiere la lectura de “El Matadero”, su aporía escondida, no es culpa de los personajes, del autor, del narrador, sino de los problemas internos de la tendencia que quiere defender, o, al menos, enunciar. La impugnación de la barbarie en nombre de la civilización puede implicar el involucrarse en criterios de identidad difusos, y ¿Cómo puede tomarse un partido tan taxativo sobre algo que no está clara o completamente formulado? La postura centrada, la normatividad, la no dialecticidad son las que parecen forzar a la Ilustración, y la civilización como su expresión cultural, a ir en contra de sí misma.

  La antinomia ente civilización y barbarie presenta el problema de su inconmensurabilidad. Porque mientras la civilización se conoce profundamente a sí misma (o. por mejor decir, tiene un interés profundo en conocerse, aún en sus detalles más infaustos), puesto que exige la autocomprensión, el autocercioramiento; la barbarie es casi por definición todo lo que no se sabe. Cuando la barbarie se hace conocida, traspone el umbral de lo bárbaro y se integra al mundo de los saberes civilizados como una curiosidad ya sin peligro. Incluso podría decirse que el propio movimiento de la civilización en tanto ilustrado, es ir contra todo lo que está investido de cierto misterio, de cierta fuerza numinosa, hervirlo en el potaje de la racionalidad y traerlo a la mesa como manjar exótico que ya no tiene vida propia. Se dice que los cocineros del sur de Italia impresionan a los turistas con una simpática tramoya: tiran pulpos muertos al mar y hacen el ademán de capturarlos: el turista vive la emoción de comer esa noche lo que se pescó ese día. Pero alguna vez, hubo que tener el valor de pescar al pulpo vivo. Lo mismo ocurre con la barbarie, a la que la civilización mata mil veces para conjurar unas fuerzas en las que ya no cree, pero que siguen operando. Hay un regodeo indefinible en la aldea recién descubierta, en el lenguaje todavía no descifrado. La civilización se zambulle a beber la sangre caliente del cuerpo recién muerto de la barbarie.

  Quien ha expresado con viva fuerza esa idea de la barbarie como lo temido y desconocido es Borges, en el breve relato que se llama “Historia del guerrero y de la cautiva” publicado en 1949. Borges denomina allí “Pampa” o “Tierra adentro” esos distritos desconocidos, considerados vagamente como “lo salvaje” o “lo feral” y describe algunos aspectos imaginarios de la vida de la ‘cautiva’ por vía de una enumeración por demás imprecisa:

Los toldos de cuero de caballo, las hogueras de estiércol, los festines de carne chamuscada o de vísceras crudas, las sigilosas marchas al alba, el asalto de los corrales, el alarido y el saqueo, la guerra, el caudaloso arreo de las haciendas por jinetes desnudos, la poligamia, la hediondez y la magia.[2]


Borges quiere hablar en este relato, y lo hace, de la dificultad para trazar los límites de la barbarie y dar para ella una denominación palmaria. Pero los limites para ese conocimiento son los límites de la Razón, y más allá de ésta, sólo se puede hablar en forma balbuciente, tanto o más que la inglesa que mezcla su lengua materna  con los dialectos aborígenes. Cuando Borges cree haber hallado el epítome de lo salvajino en la acción de la mujer de beber la sangre caliente de un animal (bajándose de las grupas de un animal, siendo ella misma un animal) su significado una vez más se le escapa, porque ¿Fue ese un acto inevitable de sus propensiones instintivas, profundas y arraigadas, o la escenificación destinada a impresionar, realizada con meditación y fina ironía? Borges resalta la majestuosa fealdad de un imperio romano demasiado conocido, funcional y utilitario, despojado de toda magia, y busca el sentido de lo bárbaro sin hallarlo, presumiendo que encontrarle el sentido seria privarlo de sentido, y resignándose a colegirlo en formas aproximativas y fantasiosas. Es así como la Razón opera con la libertad y con las cosas más importantes. Sólo para Dios, quien conoce plenamente la cara oscura de la moneda, puede decirse que ambas caras son iguales. 

  Habría que decir, finalmente, que en la muerte del joven unitario de “El Matadero” se refleja, en un sentido, la defensa de los altos ideales de la civilización y el desprecio de la propia vida en cotejo con ellos, pero por otro, la tozuda persistencia en la propia posición centrada, la culpable incapacidad para comprender, o siquiera tolerar, los valores ajenos.

  Por eso la civilización ha temido toda la vida la venganza reversiva de la barbarie y ha buscado formas de tranquilizarse ampliando los confines de la racionalidad, la modernización, la sofisticación. “Tranquilos, ya sabemos que si se tocan los tabúes de las Nuevas Hébridas, no pasa nada.” ¿No pasa nada?   




 


  





[1] “Ah, Rosas, no se puede reverenciar a Mayo/Sin arrojarte eterna, terrible maldición/ Sin demandar de hinojos un justiciero rayo/ Que súbito y ardiente te parta el corazón…Si, Rosas, te maldigo. Jamás dentro mis venas/ La hiel de la venganza mis horas ajitó/ Como hombre te perdono mi cárcel y cadenas/ Pero como arjentino las de mi patria, NO.”   (J. Mármol, Poesías, Buenos Aires, Imprenta Americana, 1854, p. 101-105).
[2] Borges, J.L., Poesía completa, Buenos Aires, Sudamericana, 2012, p. 216.

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