EL TORO DE LIDIA.
Hay personas que cuentan, con bastante
desparpajo y detalle, que en España, tanto como en México, se celebran corridas
de toros, en algunos casos clandestinas, a las que sin embargo concurren varios
cientos de personas. Nunca presencié una corrida de toros, por lo que me sería
dificultoso decir en qué consisten. Debería valerme de las explicaciones
ajenas, los cuentos populares y la información que podría proveerme la obra Carmen de Bizet, y hacer a partir de
esos datos fragmentarios una reconstrucción brumosa. Creo que la corrida se
basa en el enfrentamiento de un toro con un señor que ostenta el nombre de
Torero y cuya profesión –aunque deba escribir esto con pulso vacilante-es
enfrentar al toro en la plaza. Munido de una pieza roja de género, el torero
habrá de azuzar al toro para que se abalance las veces que sean necesarias,
interin en que se le clavan lanzas, azagayas, espadas, cuchillos, y todas cosas
que hiendan la carne del toro y le provoquen heridas por las que, como se
comprenderá, no recibe ningún tipo de asistencia ni socorro. En la escena
final, cuando el toro está desangrado, falto de oxígeno, adolorido y exangüe,
el matador lo ultima atravesándole el torso con un florete de gran tamaño, y
algunos cuentan que el torero vuelve al ruedo mostrando horriblemente las
orejas cortadas del vacuno. Es innegable que hay un cierto arrojo en la acción
del torero de enfrentar a un animal de gran porte y agresividad y que es unas
cinco veces mayor que él, aunque pueda alegarse, de otra parte, que se trata de
una osadía sin sentido. Si todo este deporte o espectáculo luce como una gran
imbecilidad, no será la primera ni la más grave que se pueda imputar a la
inefable España.
Las personas que estudian el comportamiento
animal tendrían que ver esos espectáculos para decidir si es cierto que el
animal reacciona con un automatismo que se activa hasta el agotamiento físico,
o por el contrario, sus acometidas proceden de una reserva instintual de
energía que se “descarga” hasta decaer por completo. Así, podría ser que el
toro se parase en la plaza a mirar los ademanes del torero sin intenciones de
correr hacia él. La parada circense sufriría entonces un gran estrago, a manos
de las leyes naturales.
¿Y qué hay del trapo rojo? ¿Daría lo mismo
que el trapo fuese de cualquier color? Son enigmas del conocimiento animal que
parecen difíciles de develar. Ya que el toro, de cualquier forma, va a morir,
los organizadores de las corridas deberían permitir que se haga la experiencia
de incitar al toro con una capa que sea de otro color del espectro, por
ejemplo, azul. Esta idea me interesa, pero me desaliento pensando que es
demasiado subversiva.
El rojo es, en verdad, un color increíble. Es
un color encendido y también, en cierta forma, prohibido, como dice en
Proverbios 23:31: “no mires al vino cuando rojea”, pero en el antiguo
testamento parece identificado con el amor cuando se habla de ofrendas de
“cueros de carneros teñidos de rojo” (Éxodo, 26). Puede ser que por el rojo se
pierdan vidas y se sacrifique mucho. Esto lo entrevió Sarmiento cuando
recusando al partido federal suspiraba: “¿Y todo por un trapo rojo?”. No sólo
los federales argentinos hicieron roja su divisa: los movimientos políticos más
grandes de la tierra han levantado pendones rojos. Los equipos de fútbol de
todo el mundo usan camisetas rojas: en Inglaterra son los más: se dirá que
porque es uno de los colores de la bandera, pero yo sé que en Argentina hubo
escuadras que llegaron incluso a definir en un desafío deportivo quién se
quedaba con la ardiente y ansiada camiseta roja, debiendo el perdedor, sino
renunciar por completo al color rojo, combinarlo a bastones mancillando su
puridad.
Cuando le pregunto a mi sobrino “¿Qué es el
rojo?”, me contesta “un color”. Y cuando le pregunto “¿Y qué es un color?”,
vuelve a responder “un color”, como si la pregunta no tuviese sentido. En
efecto, un niño de cinco años, que ya tiene criterio de corrección, sabe que un
color es un color, y no hay que dar más vueltas al asunto. ¿Pero acaso un
equipo, un partido o un sindicato escogen el rojo porque si? ¿Por qué el rojo cada vez que nos entregamos a una situación agonal: una lucha
política, una justa deportiva, un cortejo amoroso?
Vuelvo a los toros: ellos están en la plaza
circunstancialmente, pero sospecho que su verdadero hábitat está en otra parte:
en la poesía. Supongo que he comenzado a apreciar y tomar en serio a los toros
y a la poesía a través de Vicente Alexandre:
Oh tu, toro hermosísimo, piel sorprendida
Ciega suavidad como un mar hacia adentro
Quietud, caricia, toro, toro de cien
poderes,
Frente a un bosque parado de espanto al
borde
Toro o mundo que no, que no muge. Silencio.
Vastedad de esta hora. Cuerno o cielo
ostentoso,
Toro negro que aguanta caricia, seda, mano.
La poesía gauchesca, que no deja asunto importante sin tratar, también se
habrá ocupado de los toros. En particular,
me provoca extrañeza la sentencia de “Martín Fierro”, en que se dice:
Yo soy toro en mi rodeo
Y torazo en rodeo ajeno
Esto se revela completamente contrario a lo
que suele entenderse como la conducta de los animales, que diminuyen su
capacidad de agresión a medida que se alejan del hipotético centro de su
territorio de dominación. Martín Fierro no desconoce esto: es precisamente lo
que hace que por vía de un efecto paradojal, su arrojo y su infatuación sean
mayores, y convierte al habitante de las pampas, contra lo que suele pensarse,
en un ser eminentemente cultural. El gauderio es un hijo de la técnica, y vive
por ella: no podría subsistir sin la domesticación y el ensille del caballo,
los accesorios de cuero trenzado, el cuchillo, el arte de atizar el fogón, el
desecamiento de la carne. Con esas potencias, se siente fuerte para
desenvolverse en “rodeo ajeno”, deambulando y haciendo que su territorio
adquiera fronteras difusas. El gaucho también hace verónicas, esquiva y desaira
al destino para subsistir.
Las corridas de toros también tendrán sus
justificadores. Antonio Víctor, un poeta que se define a sí mismo humanista,
escribió un bello poema, La
muerte de los toros:
Sobre el ara inmensa de la oscura tierra
Un bravo toro al sol se inmola, al cielo
Como un rito de sangre y un anhelo de vida
En la estampa rupestre de altamirales
tiempos
El torero en la arena, sacerdotal y solo
Tiene en su expresión rígida y rituales
movimientos
Toda la honda angustia y la grandeza
Del hombre en su soledad, del hombre eterno
Porque el toro noble no es la bestia
Que al hombre embiste con furor de viento
Es la violenta imagen de la muerte
Que desespera con furia allá en su cuerpo.
Y esto es sólo un fragmento. Este poema
parece hecho para confutarme, porque no solo lauda al torero y a la muerte del
toro, sino al “hombre pasional, fuerte, ibérico, sin miedo a la muerte ni a la
bestia”. Cuando unos habitantes de mi ciudad quisieron hacer una representación
del encierro de San Fermín, muchos protestaron y un poeta escribió “quiero ver
tus ojos en una botella, torero hijo de puta”. Esa pantomima de encierro,
vilipendiada con exageración, no se hizo nunca más. Es que a veces lanzamos
juicios inclementes. Yo mismo había planeado decir tajantemente, en estas
páginas, que España era una tierra yerma
e inútil.-
[1]
Antecesor, aunque muy indirecto, del gaucho, el hombre de la edad del Reno
comenzó con una ingente tradición matando animales y plasmándolos en sus
paredes con conmovedores trazos. Así, da la impresión de que la sangre vacuna
alimentó a la pintura incluso antes que a la poesía.
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