miércoles, 8 de julio de 2015


EL TORO DE LIDIA.

  Hay personas que cuentan, con bastante desparpajo y detalle, que en España, tanto como en México, se celebran corridas de toros, en algunos casos clandestinas, a las que sin embargo concurren varios cientos de personas. Nunca presencié una corrida de toros, por lo que me sería dificultoso decir en qué consisten. Debería valerme de las explicaciones ajenas, los cuentos populares y la información que podría proveerme la obra Carmen de Bizet, y hacer a partir de esos datos fragmentarios una reconstrucción brumosa. Creo que la corrida se basa en el enfrentamiento de un toro con un señor que ostenta el nombre de Torero y cuya profesión –aunque deba escribir esto con pulso vacilante-es enfrentar al toro en la plaza. Munido de una pieza roja de género, el torero habrá de azuzar al toro para que se abalance las veces que sean necesarias, interin en que se le clavan lanzas, azagayas, espadas, cuchillos, y todas cosas que hiendan la carne del toro y le provoquen heridas por las que, como se comprenderá, no recibe ningún tipo de asistencia ni socorro. En la escena final, cuando el toro está desangrado, falto de oxígeno, adolorido y exangüe, el matador lo ultima atravesándole el torso con un florete de gran tamaño, y algunos cuentan que el torero vuelve al ruedo mostrando horriblemente las orejas cortadas del vacuno. Es innegable que hay un cierto arrojo en la acción del torero de enfrentar a un animal de gran porte y agresividad y que es unas cinco veces mayor que él, aunque pueda alegarse, de otra parte, que se trata de una osadía sin sentido. Si todo este deporte o espectáculo luce como una gran imbecilidad, no será la primera ni la más grave que se pueda imputar a la inefable España.
  Las personas que estudian el comportamiento animal tendrían que ver esos espectáculos para decidir si es cierto que el animal reacciona con un automatismo que se activa hasta el agotamiento físico, o por el contrario, sus acometidas proceden de una reserva instintual de energía que se “descarga” hasta decaer por completo. Así, podría ser que el toro se parase en la plaza a mirar los ademanes del torero sin intenciones de correr hacia él. La parada circense sufriría entonces un gran estrago, a manos de las leyes naturales.
  ¿Y qué hay del trapo rojo? ¿Daría lo mismo que el trapo fuese de cualquier color? Son enigmas del conocimiento animal que parecen difíciles de develar. Ya que el toro, de cualquier forma, va a morir, los organizadores de las corridas deberían permitir que se haga la experiencia de incitar al toro con una capa que sea de otro color del espectro, por ejemplo, azul. Esta idea me interesa, pero me desaliento pensando que es demasiado subversiva.
  El rojo es, en verdad, un color increíble. Es un color encendido y también, en cierta forma, prohibido, como dice en Proverbios 23:31: “no mires al vino cuando rojea”, pero en el antiguo testamento parece identificado con el amor cuando se habla de ofrendas de “cueros de carneros teñidos de rojo” (Éxodo, 26). Puede ser que por el rojo se pierdan vidas y se sacrifique mucho. Esto lo entrevió Sarmiento cuando recusando al partido federal suspiraba: “¿Y todo por un trapo rojo?”. No sólo los federales argentinos hicieron roja su divisa: los movimientos políticos más grandes de la tierra han levantado pendones rojos. Los equipos de fútbol de todo el mundo usan camisetas rojas: en Inglaterra son los más: se dirá que porque es uno de los colores de la bandera, pero yo sé que en Argentina hubo escuadras que llegaron incluso a definir en un desafío deportivo quién se quedaba con la ardiente y ansiada camiseta roja, debiendo el perdedor, sino renunciar por completo al color rojo, combinarlo a bastones mancillando su puridad.
  Cuando le pregunto a mi sobrino “¿Qué es el rojo?”, me contesta “un color”. Y cuando le pregunto “¿Y qué es un color?”, vuelve a responder “un color”, como si la pregunta no tuviese sentido. En efecto, un niño de cinco años, que ya tiene criterio de corrección, sabe que un color es un color, y no hay que dar más vueltas al asunto. ¿Pero acaso un equipo, un partido o un sindicato escogen el rojo porque si?  ¿Por qué el  rojo cada vez que nos entregamos a una situación agonal: una lucha política, una justa deportiva, un cortejo amoroso?
  Vuelvo a los toros: ellos están en la plaza circunstancialmente, pero sospecho que su verdadero hábitat está en otra parte: en la poesía. Supongo que he comenzado a apreciar y tomar en serio a los toros y a la poesía a través de Vicente Alexandre:

Oh tu, toro hermosísimo, piel sorprendida
Ciega suavidad como un mar hacia adentro
Quietud, caricia, toro, toro de cien poderes,
Frente a un bosque parado de espanto al borde

Toro o mundo que no, que no muge. Silencio.
Vastedad de esta hora. Cuerno o cielo ostentoso,
Toro negro que aguanta caricia, seda, mano.

  La poesía gauchesca, que no deja asunto importante sin tratar, también se habrá ocupado de los toros. En particular, me provoca extrañeza la sentencia de “Martín Fierro”, en que se dice:

Yo soy toro en mi rodeo
Y torazo en rodeo ajeno

  Esto se revela completamente contrario a lo que suele entenderse como la conducta de los animales, que diminuyen su capacidad de agresión a medida que se alejan del hipotético centro de su territorio de dominación. Martín Fierro no desconoce esto: es precisamente lo que hace que por vía de un efecto paradojal, su arrojo y su infatuación sean mayores, y convierte al habitante de las pampas, contra lo que suele pensarse, en un ser eminentemente cultural. El gauderio es un hijo de la técnica, y vive por ella: no podría subsistir sin la domesticación y el ensille del caballo, los accesorios de cuero trenzado, el cuchillo, el arte de atizar el fogón, el desecamiento de la carne. Con esas potencias, se siente fuerte para desenvolverse en “rodeo ajeno”, deambulando y haciendo que su territorio adquiera fronteras difusas. El gaucho también hace verónicas, esquiva y desaira al destino para subsistir.
  Las corridas de toros también tendrán sus justificadores. Antonio Víctor, un poeta que se define a sí mismo humanista, escribió un bello poema, La muerte de los toros:

Sobre el ara inmensa de la oscura tierra
Un bravo toro al sol se inmola, al cielo
Como un rito de sangre y un anhelo de vida
En la estampa rupestre de altamirales tiempos
El torero en la arena, sacerdotal y solo
Tiene en su expresión rígida y rituales movimientos
Toda la honda angustia y la grandeza
Del hombre en su soledad, del hombre eterno
Porque el toro noble no es la bestia
Que al hombre embiste con furor de viento
Es la violenta imagen de la muerte
Que desespera con furia allá en su cuerpo.

  Y esto es sólo un fragmento. Este poema parece hecho para confutarme, porque no solo lauda al torero y a la muerte del toro, sino al “hombre pasional, fuerte, ibérico, sin miedo a la muerte ni a la bestia”. Cuando unos habitantes de mi ciudad quisieron hacer una representación del encierro de San Fermín, muchos protestaron y un poeta escribió “quiero ver tus ojos en una botella, torero hijo de puta”. Esa pantomima de encierro, vilipendiada con exageración, no se hizo nunca más. Es que a veces lanzamos juicios inclementes. Yo mismo había planeado decir tajantemente, en estas páginas, que España era una tierra  yerma e inútil.-      










[1] Antecesor, aunque muy indirecto, del gaucho, el hombre de la edad del Reno comenzó con una ingente tradición matando animales y plasmándolos en sus paredes con conmovedores trazos. Así, da la impresión de que la sangre vacuna alimentó a la pintura incluso antes que a la poesía. 

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