jueves, 2 de junio de 2016


ENCOMIO DEL FANATISMO.

Bernardo Palissy era hijo de un vidriero, y ejerció el arte de pintar y dibujar sobre vidrio antes de aprender, tardíamente, a leer y escribir. Después abandonó el negocio de su padre y fue a trabajar como agrimensor a varios lugares de Francia y Alemania. Se instaló en Saintes donde se casó y tuvo varios hijos.
Palissy tuvo la intención de aprender a cocer y esmaltar loza y arcilla. Una vez, al apreciar una obra de Della Robbia, se sintió fuertemente impulsado a imitar su estilo. Se dispuso entonces a averiguar por vía de experiencia la composición del esmalte, con un método, a nuestros ojos, craso y extravagante: comprar vasijas de barro, hacerlas añicos, y untarlos con variadas mezclas de drogas, para después cocerlas al horno y evaluar los resultados. Fracasando una y otra vez, prosiguió durante años con los experimentos, perdiendo tiempo y recursos y siendo alcanzado por la más ruda pobreza. No pudo seguir solventando su propio horno, pero siguió rompiendo vasijas, untando los pedazos y llevándolos a un horno que quedaba a dos leguas de distancia. Esto también  fracasó y debió volver a su profesión de agrimensor. Cobró un dinero por la medición de unos salitrales y volvió  a romper  más de treinta ollas de barro, untó las piezas y las llevó a una hornilla de vidrios. Los esmaltes se habían derretido, pero ninguna de las piezas había alcanzado el color blanco de la loza. Le llevó unos dos o tres años de continuos experimentos lograr que una vez, una pieza de barro entre más de doscientas tomase un color blanco y rielante. Incentivado por eso, ocupó un año en construir un horno en su propia casa, en el que finalmente ingresó unas cuantas vasijas enteras esmaltadas. Durante seis días y sus noches, Palissy se mantuvo despierto a la espera del renuente esmalte, que no se derritió.
  Totalmente empobrecido, pidió dinero prestado e inició de nuevo sus experimentos, a esa altura, juzgados como fútiles por su familia y sus vecinos. Como el esmalte tampoco se derretía, y habiéndose quedado sin leña, quemó las empalizadas, las mesas, las sillas y las alacenas de su casa. Su mujer y sus hijos huyeron, pero Palissy esta vez había logrado que las vasijas estuviesen cubiertas de un bello barniz blanco.
  Después de eso construyó un horno al que juzgó mejor que el anterior, pero tal parece que, como el interior era de piedra, se rajó y despidió chispas que quedaron adheridas a la piezas y las estropearon. A pesar de que tenía aún ocasión de venderlas, Palissy las destruyó completamente, para que no le fueran motivo de descrédito. El mismo ha sabido relatar sus padecimientos de esa época:

Por espacio de varios años estuvieron mis hornos sin techo ni protección, y mientras los cuidaba he estado muchísimas noches a merced del viento y de la lluvia, sin ayuda y sin consuelo, a no ser que esto lo fuera el maullar de los gatos por un lado, y el ladrido de los perros por otro. Algunas veces combatía la tempestad tan furiosamente  los hornos, que me veía obligado a dejarlos y buscar protección dentro de la casa. Transido por la lluvia, y en un estado tal que parecía que hubiera sido arrastrado por el fango, me he ido a acostar a media noche o al nacer el día, tropezando al entrar en la casa a oscuras, y bamboleando de un lado para otro como si estuviera borracho, y no siendo eso más que el efecto de la fatiga de la vigilia, y estando lleno de angustia por la perdida de mi trabajo después de tanta labor…aún ahora mismo me hace admirarme que no haya sido completamente destruido por mis muchos dolores.

  Abatido anímicamente, se dedicó a vagabundear durante un tiempo, hasta que volvió a su trabajo de agrimensor. Pero al año siguiente volvió a los experimentos en procura del esmalte, que tardarían aún más de siete años en dar resultado. Por fin, pudo comenzar a vender sus bellas y refinadas lozas.
  Además de todo eso, se dice que a causa de su confesión protestante fue apresado y tuvo que sufrir el saqueo y la destrucción de su taller. Fue condenado a la hoguera en Burdeos, siendo salvado por el Conde Montmorency que requería sus servicios para hacer pavimento esmaltado. En París, trabajó para el Conde y la Reina. Sus escritos, a los que se dedicó en su madurez y que a menudo eran polémicos, motivaron que se lo encarcelara de nuevo. El Rey Enrique III le encargó amorosamente que se retractara de su creencia religiosa, pero Palissy le ofreció una respuesta digna de su obstinación y tenacidad:

Señor: estoy pronto a dar mi vida por la gloria de Dios. Con frecuencia habéis dicho que teníais lástima de mí; y ahora soy yo quien la tiene de vos, que ha pronunciado las palabras me veo obligado. No es ese el lenguaje de un rey; es lo que nunca podrán obtener de mí, vos ni aquellos que os obligan, ni todo vuestro pueblo, porque yo sé morir.


miércoles, 27 de enero de 2016

AHORA QUÉ PASA.

Hay que pensar en la naturaleza ética del Nuevo Orden que se acaba de instaurar y sus discrepancias con al anterior. Particularmente, en la concepción del Yo (el agente político o el gobierno) como una “heteronomía esencial”: los que constituyen a ese Yo son los otros a partir de sus actos de designación u ostensión: los otros estaban primero: el “Tu” estaba llamando al Yo antes de que éste sea Yo. Esto era preconizado por el gobierno populista que acaba de salir, con la expresión sumaria La patria es el Otro. La precedencia del Tú subordina al Yo al mandato. Esto no es menos que una especie de apropincuamiento de las relaciones políticas a una ética de la Revelación, y quisiera usarlo como un barrunto ligero, pero explicativo, acerca de las constantes demandas de legitimidad, corroboración, asentimiento, de los gobiernos sudamericanos populistas o progresistas, expresados en un sinnúmero de elecciones, referéndums e interpelaciones al pueblo como un acto continuo de realimentación. El interés de estos gobiernos, o uno de sus laudables intereses, es el de seguir de cerca las aspiraciones sociales para interpretar adecuadamente sus demandas de cambio, mientras la sociedad, como era de esperarse, reacciona frente a eso a través de un juego esquivo y perverso. El dilema del populismo de izquierdas o centro izquierdas es que debe hacer el gambito de tratar a su electorado como si fuese formado, racional y emancipado (por eso los eslóganes del candidato perdidoso en la elección pasada que rezaban “la gente no es tonta”, y así) a sabiendas de que se trata de un público infantil, egoísta y malicioso. Estas relaciones de amor frustrado del gobierno populista con su pueblo (recordemos el aserto de Eva Perón: “si este pueblo me pidiera la vida, se la daría cantando”) son la antesala óptima para el advenimiento de la derecha que sabe como tratar al pueblo dándole el rigor que éste merece y desea.
  El pueblo “empoderado” puede comenzar a abrigar una serie de fantasías megalómanas que no tienen que ver precisamente con una vida virtuosa, sino con la aniquilación propia y ajena, con el usufructuo y destrucción de todo, porque la muerte es hermosa. El pueblo es un elemento ladino que se niega obstinadamente a amar a quien lo ama.       
  Cuando llega la derecha, con una lógica sacrificial: hay que aguantar, soportar, pasar 30 años en el desierto, con políticos que parecen pastores de iglesia electrónica esquilmando a los pobres, sometiendo aviesamente sus conciencias, exige una unción definitiva, inspirada en el viejo contractualismo: una cesión de la soberanía que ya no puede revocarse. El pueblo cede el bastón al presidente y le pide que no lo perturbe, que haga lo que quiera, siempre que conserve la vida y los bienes y encarcele o mate a los ladrones. Aunque parezca mentira, esta concepción anticuada y ramplona de la política inspira a buena parte de las personas que van a votar. No hace falta explicar cómo se lo monta la derecha para implementar políticas que engordan a los ricos y postran a los pobres cuando todos duermen o incluso a ojos vistas.  Para cuando se viene la marea de la disidencia, ya se obturaron todos los canales de debate, interrogación, opinión. El Nuevo Orden habla de “los cambios que todos queremos” afirmando, curiosamente, que deben ser implementados por la fuerza.
  Uno de los peores vicios del progresismo es su falta de lucidez para interpretar el sistema político en el que está inscrito, pero hay que eximirlo de culpa porque no es tarea fácil. El sistema de partidos argentino tiene algo del bipartidismo norteamericano de campaña: el balotaje lleva a una estupidización de los mensajes que se intensifica cuando todos están demasiado cansados para reaccionar. Aunque parezca mentira (de nuevo) el cansancio permea la penetración de latiguillos abstrusos y genera una falta de sentido crítico ante las acusaciones personales más crasas (pensemos en los periodistas norteamericanos que afirmaban “el candidato Obama es un fumador de cigarrillos”) hasta llegar a los estólidos debates televisivos, amañados para que se hable y se interprete lo que quieren los periodistas y filibusteros políticos del establishment.
En otro sentido, el sistema de partidos argentino marca la desaparición de dos fuerzas tradicionales de “centro” a favor de una creciente volatilización: esto es malo para los movimientos “transversales” que quieren captar el voto progresista. El elector se desorienta y desalienta ante una gran diversidad de opciones, como en el caso de la fuerza política llamada “Frente para la victoria” que presentó siete candidatos (¡) a alcalde de la ciudad de Buenos Aires en una elección interna. En eso y otras cosas, el sistema político y de partidos argentino se parece al de algunos países africanos: fuerzas de derechas –durante años representadas por el partido militar- prometiendo mano dura con la corrupción y la insurrección, y un electorado supersticioso y bamboleante que se pregunta “¿habrá que votar a este o al otro?” con una sofisticación adicional: la perfecta inconsciencia de la corrupción moral que representa no tener siquiera una idea política y estar al abrigo de los mass media y el lobby de sus propios malhechores.
 ¿Y que decir de la beldad llamada Izquierda? El regodeo literario de decir que los candidatos de derechas y los de centro son “lo mismo” (después de todo, si uno prescinde de ser lo suficientemente crítico, los pinos y los abetos son “lo mismo”, el Cabernet Sauvignon y el Bonarda son “lo mismo”, Barcelona y Real Madrid son “lo mismo”) culmina en una sorda culpa por el triunfo de la derecha acérrima, acallada por la aseveración, expresada con una sonrisa incómoda, de que la Izquierda “sabía” que la derecha iba traer ajuste…¿Se ufanan de saber lo que cualquier tonto era capaz de saber? ¿Esa es su responsabilidad de actor político? ¿Literatura veleidosa, eso hace la Izquierda? Desde luego, hay que celebrar la afirmación de Andrés Rivera, según la cual quien dice no tener ideología, es de derechas. Eso es hablar elocuentemente de la falsa conciencia de la clase media: es el deber de un escritor. Eso no se parece en nada a renunciar por completo al examen crítico de las propuestas de campaña de dos candidatos a presidente, es arrastrar a la población (bueno, a una parte de ella) al ofuscamiento y a la falta de sutileza. La Izquierda espera que se produzcan los acontecimientos atroces de la vida política para después afirmar “como Izquierda nos pronunciamos así y así”, pero no se aviene a la interpretación de la historia de este país como una querella entre la intención de formar un gobierno de participación popular y la de imponer la dictadura del partido militar, las sociedades rurales, y más recientemente, los medios de comunicación reaccionarios, los especuladores financieros y los narcotraficantes. Esta suave crítica a la Izquierda no debe llevarnos, no obstante, a desconocer que ella sigue siendo un actor importante en la discusión sobre el emplazamiento del poder real.
¿Y el radicalismo? Opuesto al régimen conservador desde siempre, ahora se somete a él casi jactándose libidinosamente de su traición. La derecha no tiene vocación para nada en particular, pero se ha encontrado con que el fracaso del Tercer Movimiento Histórico es un banquete que se le sirve demasiado dispendiosamente como para despreciarse, y se entrega a devorarlo en forma irreflexiva y furibunda. Y el pueblo, que ya se desembarazó de ese yugo que representa un gobierno que piensa en él y lo tiene demasiado en cuenta, ha comenzado una escrupulosa terapia de olvido y negación acerca de dónde reside el poder real y quiénes son los autores de su propia vejación.