CONTRA LA AUTOESTIMA.
Una vez salí, durante un tiempo, con una mujer que era como una lavandera guineana: con las piernas fuertes, las caderas anchas, hermosos y abultados senos, el vientre suave y ondulado, un rostro con resonancias mozárabes, de grandes ojos oscuros, la boca incitante, la tez morena y el cabello crespo y ensortijado. ¿Cómo podía emparejarse una mujer así con alguien como yo? Fruto tal vez de la casualidad y la inconsciencia y el arrojo, el valor desproporcionado que había tenido al proponerme captar su atención e invitarla a que me conozca. Cosas así pasan una vez en la vida, y el timo, la discordancia cósmica no podía durar demasiado. Así que una vez ella me citó en un café del centro para decirme con frases más o menos remanidas y tristes que lo nuestro debía concluír.
Una de las cosas que alegó, (cosas más o menos inconexas, pero que habían generado un estado de cosas) era que yo tenía un problema de "autoestima" y que debía pedir ayuda a alguien que me ayudara a reparar mi "autoestima". En el momento sonreí con incomodidad, con cierto pavor, asentí con la cabeza, como si ella estuviese diciendo algo sensato, algo con sentido. No tenía caso prolongar el alegato, ni la conversación, ni ahondar en el significado de las palabras cuando éstas, en realidad, estaban trasuntando emociones que nunca son claras. Pero esa palabreja siguió resonando en mí durante mucho tiempo.
¿Qué quiere decir eso de la "autoestima"? Autoestima con mayúsculas. ¿Por qué esa palabra tiene tanta repercusión y tanta circulación en el discurso social? En inglés adquiere visos aún más ridículos: self-esteem. Dos palabras: estima propia. Pero ¿Cómo se hace para estimar algo que no se está viendo y no se tiene presente? Dicen que la Autoestima es "la capacidad que tiene una persona para valorarse, amarse y aceptarse a sí mismo". Vuelvo a lo mismo: las cosas que estimo y que amo, y que tal vez no sean muchas, tienen la particularidad de ser captadas por mi vista y por revestir una serie de cualidades. También puede existir -pensemos, por caso, en Marcel Proust- alguien que sienta amor o devoción por cierto olor o por la evocación de aromas de la infancia, o de cualquiera otra etapa de la vida, así como ciertos sonidos, músicas, puede amarse la Ilíada, o la cultura griega de la antigüedad (lo que se sabe o se conserva de ella) o la poesía de Wallace Stevens, y cosas por el estilo. Podríamos, en un acto púdico, prescindir de la palabra "Amor" que resulta completamente exagerada para la presente faena. Invoquemos luego la posibilidad de "valorarse" o de "aceptarse" a uno mismo. ¿Qué quiere decir que me valoro a mí mismo? Indudablemente debe querer decir que me concedo cierto valor. Pero tendría que preguntarme en función de qué hay que establecer ese valor, y cuál sería el parámetro. Si el valor me lo conceden los demás, podrían estar estimándome demasiado o demasiado poco, esto es, podrían estar evalúandome de una forma imprudente o falta de ecuanimidad. Pero, contrariamente, si fuese Yo mismo el que se concede el valor, podría también estar haciéndolo en un sentido demasiado favorable o demasiado adverso. Entonces no hay rasero para medir.
El problema que advierto aquí es que parece haber una demanda o una exigencia o una recomendación de valorarse y aceptarse a sí mismo todo lo posible, más allá de que exista la contraparte de que uno mismo merezca ser valorado y aceptado. Aristóteles no estaría de acuerdo con esto, porque, según creo, invoca una virtud, que podría llamarse Magnanimidad, que consiste en justipreciar el propio valor, sin caer en el vicio de concederse demasiado (lo cual podría llamarse Arrogancia) ni demasiado poco (Pusilanimidad). Las búsquedas terminológicas pueden ser tentativas, pero entendemos qué quiere decir.
Otros pensadores han seguido no obstante el camino de la estimación desenfrenada de uno mismo. Considero que filosofías de ese tipo pueden adscribirse a la tradición del humanismo, en la que Pico della Mirándola exaltó la dignidad del hombre. No obstante me parece que Emerson con su obra Trust Thyself podría ser un representante de los que abogan por el mito de la Autoestima. Pero Pico defiende la dignidad del hombre, de cualquier hombre o del ser humano como especie, y no el culto a sí mismo o a mí mismo. Y Emerson expresa una filosofía espiritualista que asocia a la condición humana con valores cósmicos.
Ahora bien, yo confío en mi mismo, pero no sé hasta qué punto esto es sinónimo de valorarme o aceptarme a mí mismo. Cuando me examino con total honestidad, encuentro que podría valer más en la medida en que pudiese convertirme en una persona mejor. Es decir que no me estimo completamente, e incluso descubro que tendría las potencialidades para haber sido un poco mejor en el pasado y para serlo en el presente, o sea, que tengo defecciones, privaciones, y soy limitado e incluso negligente por momentos. Si no reconociera estas cosas, estaría engañándome y mientiéndome a mí mismo, lo cual sería, aproximadamente, una forma de no respetarme. Si algo puedo saber acerca de mí mismo ( y siempre en el caso de que esta expresión tenga un correlato real) es que tengo al menos la sensación o la ilusión de estar en algún tipo de evolución espiritual, lenta y dolorosa, que me conduce hacia el arquetipo de la persona que quisiera ser, sin que pueda nunca alcanzarlo. Los psicólogos admiten que éste es el estado habitual de la mayoría de los seres humanos normales o que se aproximan a la normalidad.
Con respecto a aceptarme, eso probablemente es una sensación subjetiva con respecto mis posibilidades de ser aprobado o aplaudido por mí mismo. Pero me da la impresión de que el sentimiento lógico que debería experimentar hacia mí mismo, más que la aprobación o el aplauso, debería ser una atenta indiferencia o una ausencia de juicio, porque por momentos ejecuto buenas acciones, hago, digo y pienso cosas sensatas, y por otros me manifiesto como el más egoísta, delirante e imprudente de los hombres. Así que ese yo mismo no es una continuidad o no tiene un desarrollo parejo y apreciable en su totalidad, sino que es móvil y se ve afectado por la inspiración repentina, la predisposición, las circunstancias o la suerte.
Algunos intelectuales reputados afirman que la Autoestima es algo que se acuña en la primera infancia, a partir de los cuidados, atenciones, afectos y prodigalidades que se nos brindan de parte de nuestro entorno más próximo, particularmente los padres. Eso querría decir que tenemos que ser queridos cuando todavía no somos dignos de ser queridos, porque no se sabe bien cómo vamos a ser. Se supone luego, que los padres han de querer a los niños porque sí, aunque no siempre es el caso. Hay un cuento de Amalia Jamilis en que un padre prende fuego a su hija porque lloraba y no lo dejaba dormir. Bueno, no es más que la mórbida imaginación de una escritora.
La sociología italiana descubrió en cierto momento, cosa que me parece impresionante, que no siempre las familias fueron ese hogar encendido del que hablaron a su tiempo Virginia Woolf y Georg Trakl. Antes de la Revolución Industrial -me pongo de pie- las familias eran prolíficas, pero sus condiciones de vida precarias no podían conferir a sus miembros más jóvenes unas buenas prespectivas de supervivencia. Asimismo, era bueno que se prohijaran muchos niños que al crecer, pudisesen colaborar en el trabajo familiar: rural, esforzado y poco redituable. En este esquema, la solución para los padres eran no depositar demasiado afecto en un niño cuya supervivencia era incierta. Alguien podría hablar, ramplonamente, de las ventajas adaptativas de ese corazón endurecido.
Con la relativa mejora de las condiciones materiales, los padres han llegado al punto de querer mucho a sus hijos: de quererlos con un elegíaco dramatismo, incondicionalmente, aunque sus hijos sean estúpidos o incordiosos. Yo soy de las generaciónes de los que no han sido tan queridos. Me he convertido en un hombre huraño e infeliz, pero relativamente responsable y autocrítico. Aunque me resulte doloroso, como todas las penalidades de la vida, ya estoy palpitando que voy a tener que admitir en estas cosas un término medio. Ese término medio que Aristóteles, con una intuición biológica genial, encontraba en los animales: el tercer segmento entre dos extremos: el lugar por donde tomaban el alimento y el lugar por donde excretaban. No hay que quererse tan poco como para que el rebajamiento de la dignidad y los vituperios hacia uno mismo llamen la atención, ni tanto como para considerar a la propia imbecilidad como excentricidad, y a la propia fealdad como signo de alguna unción original.
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