Seis.
Juego
con la seis. Es una camiseta de un acetato doble, pesado, azul con una franja
roja en el medio, dentro de un pantaloncito de algodón, enorme, con un cordón
atado en la cintura. Juego con la seis pero no soy muy alto, ni sé cabecear. La
cancha es enorme. Empieza el partido en
la mañana húmeda y la vaharada del pasto mojado llega hasta mis pulmones y me
ahoga. Me queda un rebote al borde del área penal y salgo jugando con una finta
elegante, y la suelto para uno de los mediocampistas: la pelota va hacia él,
perezosa, dando unos cuantos giros. Uno de atrás me dice por lo bajo “Hay que
largarla, seis”.
Ellos nos prestan la cancha para que
juguemos de local. O sea que son locales. Se vienen, son un tropel
de jugadores rápidos y técnicos, tocan de primera, con autoridad, sus finos
botines apenas se ensucian, y yo los veo pasar, me siento una carreta, un topo
lento y ciego que escarba buscando quien sabe qué. Consigo morderla y la saco
limpia para un compañero que la revienta, y ellos vuelven a recuperarla y abren
la cancha y corren, corren, corren y yo me siento tan ahogado. No puedo respirar,
busco aire, las manos en la cintura, los pulmones hinchados. Mis compañeros me
empiezan a recriminar, que me mueva, que tengo que marcar, que no estoy
marcando a nadie. Entonces el tres me dice vení, jugá por acá, y me voy al
lateral izquierdo. La recibo y salgo al trote contra la raya y llegando a la
altura del circulo central hago un enganche repentino y prolijísimo y toda la
cancha se abre, los jugadores se desplazan como transportados por una cinta y
queda un hueco luminoso, amplio, un camino abierto, arbolado en los flancos por
jugadores propios y ajenos, que culmina en el número cinco que levanta el brazo
y hacia allí va ella, decidida como una novia que va a visitar a un conscripto,
impulsada por la cara interna de mi pie derecho, un cambio de frente preciso,
notable, que incluye dos breves rebotes en la gramilla. Escucho como en un
sueño algunas exclamaciones y un par de tibios aplausos. Ya perdemos dos a cero
y el entretiempo es un remanso. A la pasada, uno de los rivales me toca la
cabeza, me dice “bien seis eh, una fiera” y yo resoplo y voy en silencio hacia
el vestuario. En el vestuario hace frío, más que a la intemperie. Uno de mis
compañeros quiere fumar, pero el técnico le dice no, no fumes ahora, escúchenme,
pero mis compañeros lo interrumpen, no hay charla técnica, es una especie de
asamblea. Uno de mis compañeros dice el seis no marca, y señalándome me dice
tenés que correr, todos nos matamos, no puede ser que vos no corras, y yo miro
al técnico que tiene una mueca como de compasión, es un tipo de rostro duro, de
pocas palabras y ojos tristes y nos dice tranquilos muchachos, ya sabemos que nosotros
no podemos entrenar, que acá cada uno juega como sabe. Salimos al segundo tiempo
y la figura de los rivales es cada vez más grande, son cada vez más altos, más
esbeltos, el réferi los llama por el nombre propio, ellos le hablan, sonríen.
Nos hacen dos goles más y nuestro equipo empieza a agonizar, somos espectros
llenos de barro, de transpiración pegajosa, que caminan por la cancha sin
sentido. Algunos tienen expresiones individuales de cólera, protestan, despejan
la pelota contra el alambrado, algunos me dan indicaciones, me dicen a los
gritos que vaya, que venga, que cuidado, pero la mayoría no tiene fuerzas
siquiera para eso, y ellos no se cansan nunca, van hasta el fondo y tiran el
centro y no llego a taparlos, no hay caso. Al final empiezan a tocar y tocar y
tocar y el partido se va yendo, sabemos que no vamos a descontar, y ellos ya no
quieren ampliar la ventaja: cuatro a cero. Recibo pase de un compañero y hago
un recorte hacia la derecha y tiro una especie de centro sin destino, que se va
medio metro por encima de la juntura del travesaño y el palo, y todo empieza a
perder sentido, estoy tan cansado que ya no puedo caminar, y el pitazo final me
hace sentir como si pesara doscientos kilos, un cuerpo pequeño hecho de una
materia extremadamente densa, y camino al vestuario, Román, el secretario, me
dice ahora estás medio perdido, pero ya te vas a acomodar, es el primer
partido. Y yo voy a hasta el vestuario
en que todos hablan en voz muy baja, dejo la camiseta y me pongo el buzo, agarro el
bolso y así nomás, sin que nadie lo
note, salgo caminado para el lado de la ruta. Camino unas dos cuadras y empiezo
a lagrimear, me siento acongojado y rompo a llorar, llorar, llorar, las
lágrimas se confunden con la humedad del aire, con mi propia transpiración, con
el agua del pasto que me moja las medias a través de los botines, pero mi
llanto se interrumpe porque veo venir el colectivo. El colectivo, ahí viene,
pero estoy lejos de la parada, le hago señas y veo que se detiene, gracias a
Dios. Me subo con paso enérgico y escucho el batifondo de los tapones de mis
viejos botines en la carrocería y me tiro en el asiento del
fondo.
Esa noche me despierto con un silbido en el
pecho y voy a la habitación de mi madre y no le puedo hablar, golpeo con los
puños contra la pared y la miro con los ojos muy abiertos y ella me dice qué te
pasa, estás obstruido, no podés respirar, y yo asiento con la cabeza, y ella me
dice, tranquilo hijo, y prende el nebulizador y le echa unas gotas de
salbutamol y yo me prendo a la boquilla y aspiro el vapor y después de unos diez
minutos la opresión empieza a ceder y entro en una especie de sopor. Mi
madre me pregunta si estoy mejor y le digo que sí, entonces me acompaña hasta
la cama y cuando apoyo la cabeza en la almohada siento que voy cayendo hacia un
lugar muy cálido y muy lindo, un abismo en el que voy a flotar eternamente,
ingrávido, donde no voy a cansarme, donde no voy a sentir dolor y voy a ser
feliz.
Impresionante, Wilkins. Te entrego un 9,87. Salud. Pepo.
ResponderEliminarse agradece, máster.
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