viernes, 25 de octubre de 2013

SEIS


Seis.

 

Juego con la seis. Es una camiseta de un acetato doble, pesado, azul con una franja roja en el medio, dentro de un pantaloncito de algodón, enorme, con un cordón atado en la cintura. Juego con la seis pero no soy muy alto, ni sé cabecear. La cancha es enorme.  Empieza el partido en la mañana húmeda y la vaharada del pasto mojado llega hasta mis pulmones y me ahoga. Me queda un rebote al borde del área penal y salgo jugando con una finta elegante, y la suelto para uno de los mediocampistas: la pelota va hacia él, perezosa, dando unos cuantos giros. Uno de atrás me dice por lo bajo “Hay que largarla, seis”.

   Ellos nos prestan la cancha para que juguemos de local. O sea que son locales. Se vienen, son un tropel de jugadores rápidos y técnicos, tocan de primera, con autoridad, sus finos botines apenas se ensucian, y yo los veo pasar, me siento una carreta, un topo lento y ciego que escarba buscando quien sabe qué. Consigo morderla y la saco limpia para un compañero que la revienta, y ellos vuelven a recuperarla y abren la cancha y corren, corren, corren y yo me siento tan ahogado. No puedo respirar, busco aire, las manos en la cintura, los pulmones hinchados. Mis compañeros me empiezan a recriminar, que me mueva, que tengo que marcar, que no estoy marcando a nadie. Entonces el tres me dice vení, jugá por acá, y me voy al lateral izquierdo. La recibo y salgo al trote contra la raya y llegando a la altura del circulo central hago un enganche repentino y prolijísimo y toda la cancha se abre, los jugadores se desplazan como transportados por una cinta y queda un hueco luminoso, amplio, un camino abierto, arbolado en los flancos por jugadores propios y ajenos, que culmina en el número cinco que levanta el brazo y hacia allí va ella, decidida como una novia que va a visitar a un conscripto, impulsada por la cara interna de mi pie derecho, un cambio de frente preciso, notable, que incluye dos breves rebotes en la gramilla. Escucho como en un sueño algunas exclamaciones y un par de tibios aplausos. Ya perdemos dos a cero y el entretiempo es un remanso. A la pasada, uno de los rivales me toca la cabeza, me dice “bien seis eh, una fiera” y yo resoplo y voy en silencio hacia el vestuario. En el vestuario hace frío, más que a la intemperie. Uno de mis compañeros quiere fumar, pero el técnico le dice no, no fumes ahora, escúchenme, pero mis compañeros lo interrumpen, no hay charla técnica, es una especie de asamblea. Uno de mis compañeros dice el seis no marca, y señalándome me dice tenés que correr, todos nos matamos, no puede ser que vos no corras, y yo miro al técnico que tiene una mueca como de compasión, es un tipo de rostro duro, de pocas palabras y ojos tristes y nos dice tranquilos muchachos, ya sabemos que nosotros no podemos entrenar, que acá cada uno juega como sabe. Salimos al segundo tiempo y la figura de los rivales es cada vez más grande, son cada vez más altos, más esbeltos, el réferi los llama por el nombre propio, ellos le hablan, sonríen. Nos hacen dos goles más y nuestro equipo empieza a agonizar, somos espectros llenos de barro, de transpiración pegajosa, que caminan por la cancha sin sentido. Algunos tienen expresiones individuales de cólera, protestan, despejan la pelota contra el alambrado, algunos me dan indicaciones, me dicen a los gritos que vaya, que venga, que cuidado, pero la mayoría no tiene fuerzas siquiera para eso, y ellos no se cansan nunca, van hasta el fondo y tiran el centro y no llego a taparlos, no hay caso. Al final empiezan a tocar y tocar y tocar y el partido se va yendo, sabemos que no vamos a descontar, y ellos ya no quieren ampliar la ventaja: cuatro a cero. Recibo pase de un compañero y hago un recorte hacia la derecha y tiro una especie de centro sin destino, que se va medio metro por encima de la juntura del travesaño y el palo, y todo empieza a perder sentido, estoy tan cansado que ya no puedo caminar, y el pitazo final me hace sentir como si pesara doscientos kilos, un cuerpo pequeño hecho de una materia extremadamente densa, y camino al vestuario, Román, el secretario, me dice ahora estás medio perdido, pero ya te vas a acomodar, es el primer partido.  Y yo voy a hasta el vestuario en que todos  hablan en voz muy baja,  dejo la camiseta y me pongo el buzo, agarro el bolso  y así nomás, sin que nadie lo note, salgo caminado para el lado de la ruta. Camino unas dos cuadras y empiezo a lagrimear, me siento acongojado y rompo a llorar, llorar, llorar, las lágrimas se confunden con la humedad del aire, con mi propia transpiración, con el agua del pasto que me moja las medias a través de los botines, pero mi llanto se interrumpe porque veo venir el colectivo. El colectivo, ahí viene, pero estoy lejos de la parada, le hago señas y veo que se detiene, gracias a Dios. Me subo con paso enérgico y escucho el batifondo de los tapones de mis viejos  botines  en la carrocería y me tiro en el asiento del fondo.

  Esa noche me despierto con un silbido en el pecho y voy a la habitación de mi madre y no le puedo hablar, golpeo con los puños contra la pared y la miro con los ojos muy abiertos y ella me dice qué te pasa, estás obstruido, no podés respirar, y yo asiento con la cabeza, y ella me dice, tranquilo hijo, y prende el nebulizador y le echa unas gotas de salbutamol y yo me prendo a la boquilla y aspiro el vapor y después de unos diez minutos la opresión empieza a ceder y entro en una especie de sopor. Mi madre me pregunta si estoy mejor y le digo que sí, entonces me acompaña hasta la cama y cuando apoyo la cabeza en la almohada siento que voy cayendo hacia un lugar muy cálido y muy lindo, un abismo en el que voy a flotar eternamente, ingrávido, donde no voy a cansarme, donde no voy a sentir dolor y voy a ser feliz.

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