jueves, 9 de abril de 2020

Don´t let me down




Escribo esto con cierta negligencia, lo cual me hace, desde luego, merecedor de las diatribas que voy a dirigir a otros: ese parece ser el inevitable destino de todos los críticones y detractores, el de las palabras que César le dirigió a su propio hijo adoptivo Bruto. Lo que quiero hacer es preguntarme por qué los filósofos que aparecen en los medios de comunicación, decidores de consignas y pensadores públicos sobre los acontecimientos sociales, ya sean españoles, eslovenos, franceses o coreanos, dejan al lector con un regusto insípido y decepcionan a quien pretendía encontrar en ellos algún tipo de iluminación. Y claro, me adelanto a dar para eso algún tipo de respuesta, que no es ni más ni menos que la trasposición de lo que estuve pensando hoy mientras pintaba prosaicamente una pared.
Los jetones no piensan bien, a mi entender, porque incurren en alguno de los tres vicios característicos del pensamiento actual:
1) Suspicacia.
2) Exageración.
3) Premura.
El último ha sido advertido ya por un filósofo que publicó el otro día en Página/12, pero en verdad suscita los cotilleos y risitas de todas las personas medianamente cultas: Zizek, por ejemplo (no me toquen los huevos con los acentos) se apresuró a sacar un libro digital para tratar de explicar qué pasaba con la pandemia, y esto fue tomado como una falta de seriedad, un oportunismo y una frivolidad. Personalmente me parece muy bien que cada uno escriba y publique lo que se le antoje: pero me pregunto, ¿Hasta qué punto puede mantenerse la lucidez cuando se está tan cerca del fenómeno que se quiere explicar, cuando no media ante él una distancia crítica, cuando no se ha podido hacer el recuento de las vidas y las cosas materiales perdidas por algo que es lo suficientemente serio, grave y ecuménico? ¿Y qué sentido tiene pronosticar qué ocurrirá con el Coronavirus en el mundo, en la sociedad mundial, tan luego acerca de en qué medida coadyuvará para la consecución de una sociedad socialista? Muchos estamos contestes en que sería deseable algún día una sociedad socialista, al menos una sociedad más igualitaria, pero, ¿Hemos de pensar en eso en medio de una pandemia mundial? El gambito desagradable de este tipo de argumentación es que el Capitalismo irá a caer por efecto de algunos elementos fortuitos, o por el Caos que él mismo genera en la relación de la naturaleza con la humanidad, porque no podrá sostenerse, etcétera etcétera., pero no sucumbirá por ser un sistema de relaciones sociales que trae consecuencias inmorales. Entonces, ¿Cuál es la gracia de aniquilar al Capitalismo si al mismo tiempo no habremos de volvernos mejores? El problema de los filósofos del establishment es, que pretenden denodadamente superar un trance histórico en el mismo esquema de la conciencia que lo engendró, pero es difícil que pueda encontrarse la explicación o la solución de nada inmediatamente después de que esto ha sucedido. Por eso no parecen tener las reservas espirituales para rebasar el ensueño en el que estamos inmersos y responden con histrionismo y ansiedad egótica.
Una de las marcas salientes del pensamiento actual (y cuando digo pensamiento actual, permítaseme el burdo recorte, aludo a las reflexiones filosóficas sobre la sociedad) es la exageración: se supone que eres filoso, intenso, duro, ingente y tajante si dices cosas exageradas. No vas a arredrarte en llevar tus argumentos y palabras al extremo. Eso, desde luego, es un hábito intelectual que procede de hace 2500 años, cuando despertamos del sueño mítico para caer en la trampa de la Razón o hambre crónica del espíritu. Pero ahora me abstendré de hablar de eso porque sería muy largo y pesado. He dicho ya en algún otro lugar que este es un procedimiento peligroso y que exagerar es alejarse de la verdad, no refrendarla.
Otro elemento del pensar decaído es, desde luego, la suspicacia. Tal vez exageré cuando dije que la suspicacia nos está volviendo idiotas. No obstante, si ya se sabe que vamos a ser exagerados y suspicaces, entonces en cierto punto no nos va a hacer falta pensar. Basta con enfrentar algún acontecimiento cualquiera del mundo, y hacer de él una ruidosa interpretación que ya sabemos cómo va a ser: exagerada y suspicaz. Por ejemplo, puedo hacer mañana muchas afirmaciones acerca de cuánto hay que desconfiar de los seres humanos, y en lo confiables que son los animales, y concluir que para ser mejores deberíamos balar y andar en cuatro patas. Pero el objetor podría decir “¿Hasta qué punto he de creer en lo que me dices, si eres un ser humano poco confiable? He de creerte cuando bales y andes en cuatro patas”. Estas formas bizantinas y delirantes de llevar una discusión, que inundan la presunta sutileza de los debates actuales, se basan primordialmente en 1) la mala fe, 2) el autoritarismo que transe la experiencia del pensamiento, y 3) la tendencia a hacer de todo lo que pasa una caracterización especulativa. La especulación sin proximidad con los fenómenos que pretenden explicarse, lleva a los filósofos oficiales a teñir de sus propios intereses, unilaterales y taxativos, aquello que ocurre en el mundo de la vida con absoluta prescindencia de las fantasías de un sujeto particular, por ejemplo, el diseño de un sistema político perfecto, lo cual ha estado desde siempre asociado con filosofías de cuño idealista.
Tal vez rechace mañana haber escrito todo lo que figura más arriba, puede ser que me haya apurado, que deba redactarlo de nuevo o descartarlo en su totalidad. Puede ser que esté siendo infantilmente desconfiado, o que haya abrigado demasiadas expectativas en lo que, finalmente, no son más que apreciaciones que hacen unos tipos, un poco apremiados por las circunstancias, cuando les acercan a las fauces un grabador.

No hay comentarios:

Publicar un comentario