BELÉN,
O EL TROMPO.
De alguna extraña forma, Belén se acercó a
mí. Me agregó en las redes sociales, me habló por mensaje privado y me fue a ver
a algunas lecturas de poesía. La
conocía o por mejor decir, sabía quién era someramente. Creía recordar que ella
había participado alguna vez, cuando todos éramos más jóvenes y bohemios, de
las reuniones en casa de Alejandra, la que daba clases de pintura y según creo
se fue a vivir al sur, la que elogiaba mis ojos y mi mirada. En esa época Belén
siempre estaba un poco ebria y nos preguntaba a los jóvenes poetas de la Sociedad
por qué escribíamos en inglés. Tenía el pelo rizado y largo, la cara delgada,
la dentadura perfecta y una nariz filosa. Recuerdo haberla escuchado una vez
leyendo una ponencia sobre “El juguete rabioso” de Roberto Arlt. A los jóvenes
argentinos les gusta mucho Roberto Arlt, y a las mujeres muchísimo, en virtud
del éxito de la novela de Ricardo Piglia “Respiración artificial” que sienta
las bases de la nueva interpretación de la obra arltiana valiéndose de
ingeniosos pases de manos, que incluyen la aseveración de que Arlt es a fin de
cuentas uno de los pocos escritores a los que Borges ha tomado en serio.
Etcétera. Belén sostenía que el personaje de Astier ERA el propio Arlt. Bueno,
no sé por qué me he puesto a hablar de eso: qué me importa. Belén para mí era
el arquetipo de la mujer inalcanzable: delgada, bella, serpentina, sensible y
suave. La había olvidado durante mucho
tiempo y ahora reaparecía con un interés en mí que me parecía extraordinario.
Ese interés de su parte, lejos de provocarme
la euforia exaltada que suele suscitar ese expediente en los hombres
relativamente jóvenes, me llenaba de dudas . ¿Qué podía querer una mujer como
ella de un hombre como yo? Me precedía mi fama de torpe para las conquistas,
desubicado y marginal, borracho, además de que era un artista frustrado en
plena declinación, hosco, antipático, y repudiado por la mayor parte del
ambiente de lo que podríamos llamar con benevolencia underground. Había sabido ganarme enemistades en los más variados círculos, y lo peor, sin haberlo querido del
todo, y sin haber expresado mis opiniones con demasiado énfasis.
Pero Belén parecía convencida de que mis
poemas valían algo, así que me acompañó varias veces a lecturas públicas y me
dio su teléfono, que atesoré escrupulosamente sin atreverme de momento a
llamarla. Una noche fuimos a ver una exposición y ella apoyó su mano en mi
rostro para que comprobara lo fría que estaba. Cohibido, me sobresalté de una manera
que ella, según creo, advirtió. Esa noche iba a lo de su abuela y yo, que tal
vez debí tener un gesto de galantería y acompañarla, me fui en cambio al
cumpleaños de una amiga, Virginia, donde sucedieron cosas que serían dignas de
contarse. Pero esa es otra historia.
Una vez fue a escucharme a un meeting de poesía que era organizado por
un grupo de jovenes: chulos, estridentes, exultantes, amantes de las bromas.
Todos parecían querer emular el estilo de Tristan Tzara, aun sin conocerlo, y
el más animoso de todos era un tal Nicanor. Belén comenzó a mencionarme al tal
Nicanor desde que lo conoció allí pretendiendo tal vez, que había entre él y yo
una familiaridad que en realidad no existía, aunque desde luego, todos ellos me
caían muy bien y eran muy amables conmigo. Pero lo cierto es que en esas
reuniones yo permanecía en el fondo bebiendo y no hablaba con casi nadie, a no
ser, claro, que se acercase a mí y me diesen conversación, para lo cual siempre
era materia dispuesta.
Una madrugada después de uno de esos
encuentros procedimos a retirarnos y una tal Julia –creo que ese era su nombre,
no la recuerdo bien- que parecía íntima amiga de Belén, sugirió que yo podía
acompañarla hasta su casa. Desde luego, accedí y al comienzo representé ese
papel de acompañante con bastante dignidad.
Belén hablaba de su actividad docente, decía
que quería cambiar el mundo, y me hacía preguntas. Me preguntaba de qué vivía,
a lo que yo respondía un poco evasivamente, que me dedicaba a muchas cosas, por
ejemplo a vender mis pequeños volúmenes de poesía, pero ella no parecía
conforme, barruntaba que con esos dineros no podía subsistir y en un momento
pronunció una frase desafiante y maliciosa, una especie de interrogación
afirmativa: “te mantiene tu mamá”. Guardé silencio. En otro momento Belén, que
parecía aficionada a los temas
personales, preguntó si acaso alguna vez había probado drogas. Le dije
que por supuesto que sí, para no pasar
por un hombre de poca experiencia. Entonces Belén comenzó a hacer una reflexión
algo nebulosa acerca de cómo todo mundo en la actualidad consumía drogas y ella
se sentía un bicho raro, y un poco chapada a la antigua, por sus costumbres
limpias y naturistas.
Llegamos al bulevar que precede a la plaza, y
un hombre nos interceptó, extrañamente, para decirnos que aquel tipo que estaba
parado en el semáforo andaba robando. Era un hombre encima de una voluminosa
moto de cross. Me quedé mirando
atónito al hombre que nos hablaba, y que
reiteró, como si estuviese dirigiéndose a niños o minorados o personas poco
espabiladas, que el de la moto
andaba robando, y nos decía “¿entienden?”, pero yo no entendía. En primer
lugar, maldecía a Dios por haber enviado esa eventualidad justo en ese momento.
No me preocupaba tanto que el de la moto viniese a robarme, como el hecho de
que aquello ocurriese precisamente allí, y cuando estaba en compañía de una
mujer, con la cual trataba de mantener una conversación aunque más no fuese,
apacible. La amenaza era tan lesiva de mis intereses y mi bienestar como los
conjeturales hechos que podrían producirse.
Y por otro lado, me resultaba hasta cierto punto injustificable que
teniendo una moto tan lujosa el tipo viniese a robarnos tan luego a nosotros
que andábamos a pie. Cuando el hombre que pronunció la advertencia se fue,
volteé para mirar a Belén e inquirir de alguna forma su opinión y no la encontré. Giré ciento
ochenta grados para ver si la encontraba pero se había esfumado. Pronto
comprobé que en realidad estaba hincada acariciando un perro que estaba detrás
de una reja. Ese era el modo en que Belén había resuelto el asunto de la
advertencia procelosa del hombre: un perro detrás de la reja le parecía más
atractivo e interesante que las voces infaustas que profetizaban desgracias
todavía no constatadas. En ese giro en falso, en ese baile de peonza, comencé a
comprender que había perdido a Belén para siempre, fue un trastabillar del
ánimo, una salida del gozne y del centro de la que no me recuperaría. En pocos
minutos habían pasado cosas que parecían triviales, pero que son de las que
pueden trastocar todo lo que viene con su carga de sentido, son las que
desorientan, desgajan, como esos pequeños golpes o sonidos que nos resultan
incomprensiblemente irritantes y cambian el humor, y cambian el destino en un
segundo. ¿Cómo iba a recobrar el aplomo después de algo tan estúpido como el
incidente –supuesto antes que producido- del ladrón motociclista o motociclista
ladrón? ¿Cómo iba a restablecerme después de dar una vuelta buscando
infructuosamente a Belén dentro de mi campo visual, y lo peor de todo, dando a
entender que me importaba encontrarla, dando a entender que buscaba algo?
Cruzamos de vereda y a partir de allí comencé
a sentirme extrañamente triste. Le pregunté si estaba segura de que caminásemos
hasta su casa y dijo que sí, minimizó la presencia del supuesto ladrón: lucía jovial e inconmovible. Cruzamos
la avenida y llegamos al palier del edificio. Belén dijo que hubiese querido
invitarme a subir, pero se excusó diciendo que estaba “muy desordenada la casa”. A esa
altura, ni la absurdidad del pretexto me llamaba la atención. Sentía una
pasmosa fragilidad y en un momento irreflexivo, temerario, atraje hacia mi a
Belén y la abracé, me aferré a ella un poco desesperadamente: ella me sostuvo
mientras yo sentía su olor y escuchaba el estridor de su respiración. Me
despedi y fui hasta la calle Sarmiento a esperar el colectivo, con al ánimo
turbado, la bruma invadía mis pulmones. Cuando llegué a casa, me tiré en la
cama a esperar despierto el amanecer.
Pasados unos días Belén publicó un posteo en
sus redes sociales, donde decía “un fin de semana de alcohol, amor y azar: cómo
duele el azar”. Entonces pensé que tal
vez podía aludir a los episodios que habíamos vivido el sábado, que tal vez no
fuesen para ella tan irrelevantes.
Ví a
Belén en otras ocasiones: una de ellas mientras leía unos poemas de Alejandra
Pizarnik en un recital de poesía. A los jóvenes argentinos y sobre todo a las
mujeres les gusta muchísimo Alejandra Pizarnik, sobre todo sus poemas, y sobre
todo el que dice “Explicar con palabras de este mundo que partió un barco de
mí, llevándome”. Pero casi nadie elogia sus obras de teatro. Hablé brevemente
con Belén antes y después de que leyera los poemas, entre los cuales intercaló
también, según creo, algunos de su autoría, pero mi laconismo y mi falta de
simpatía o, más bien, de desparpajo, la fueron disuadiendo de acompañarme, por
lo que no me prestó demasiada atención durante esa noche y hasta parecía
invitarme, sutilmente, a que abandonara el local preguntándome si iría a la reunión
que el mismo día organizaba Nicanor. Resignado, me retiré.
Belén
posteó en sus redes sociales un estado que decía “sobrio no me podés ni
hablar”.
Después de que hubo pasado un tiempo en que no
nos vimos y ella parecía un poco renuente a tratar conmigo, le envié un mensaje
algo medroso acerca de si nos veríamos. Entonces me dijo que festejarían el cumpleaños
de su amiga Julia –creo que se llamaba así, Julia, no lo recuerdo bien- en una
reunión literaria que organizaba Nicanor. Durante la reunión, en la que incluso
fui invitado a leer unos versos, hice lo posible por acercarme a Belén, acaso
de un modo ligeramente desmesurado. Belén me regaló un impresionante libro
sobre historia de la filosofía rusa, que todavía conservo, y me pidió los
papeles de mis poemas después de que los había leído: me embarazó un poco que
contuvieran adiciones y tachaduras. Escondido entre unos contertulios, alcancé
a escuchar fragmentos de la conversación de Belén con su amiga Julia –creo que
se llamaba así, aunque no es seguro- durante la cual Belén decía que yo ya no
le gustaba, alegando una serie de argumentos. Julia –creo que se llamaba así-
aducía para darle la razón que yo me mostraba muy insistente en darle
conversación y concitar su atención. Yo, que al principio era distante
y reservado con Belén y no comprendía su cercanía ni sus intenciones, ahora parecía
que estaba arrobado con ella. Había caído en una trampa sin quererlo, porque
ahora podía ver como Nicanor se aproximaba a ella y la besaba, y cuando estaba
por marcharse le decía “si te vas, me quitás el sol”. Me sentí subitáneamente
confundido, triste, engañado y mil cosas más. ¿Qué se me daba a mí si
ni siquiera era mi novia, ni había estado cerca de serlo? Belén escribiría
después en sus redes que Nicanor era una persona “luminosa”. Pero yo hervía de
indignación, ¿Qué quiere decir que una persona es “luminosa”?
Volví a casa llorando de la bronca y a los
pocos días envié un mensaje a Belén, (que había cancelado una cita concertada
previamente conmigo alegando un percance “largo de explicar”) diciéndole,
mentirosamente, irracionalmente y movido por el despecho y con el ánimo
ofuscado, que me había enamorado de ella. Pero Belén respondió que “si las
cosas se dieron así, por algo será” y me recomendó que para aliviar mi pesar
tomara baños de sol. De Sol.
No alcanzarían muchísimas páginas para
relatar los variados y frondosos temas que hemos abordado con Belén en nuestras
conversaciones por chat. En la vida real, contrariamente, nuestros intercambios
no han sido tan largos ni conceptuosos. Me sentía sondeado por ella, que
trataba de hacer averiguaciones rápidas sobre mí. Además, yo me mostraba parco y
literal cuando ella trataba de llevar la conversación a un tono ambiguamente
romántico.
Andado el tiempo parece que Belén no
comprendió la poligamia y el ritmo de vida frenético y excesivo de Nicanor y se
separó de él, para contraer nupcias con otro joven, cultor de la música
popular, y vi fotos suyas embarazada y paseando por Córdoba. Me sentí
extrañamente aliviado porque no era mi intención por el momento traer hijos al
mundo ni pasear por la sierra cordobesa, no quería buscar la felicidad en la
satisfacción desaforada de cosas exteriores. Me sentía tan frívolo y tan falto
de ecuanimidad y sabiduría, por entonces pensaba que el amor era algo que los
otros tenían que prodigarme. Me gustaban mucho las mujeres, pero no comprendía
por qué tenía que someterme a estúpidas pruebas de congruencia cuando pretendía
acercarme a ellas, y por qué se comportaban como si ellas fuesen un premio
peculiar a conquistar en lugar de propiciar que hubiese un interés parejo,
igualitario, mutuo y afectuoso. Tampoco entendía por qué se adelantaban a
conjeturar muchas cosas y darlas por sabidas antes de que se hubiese
desarrollado una historia de la relación y, cuando estaban lo suficientemente
alienadas, propiciaban la construcción de vínculos imaginarios que luego no se
animaban a concretar en la vida “real”, si se llama vida real a la de la
ostensión y los cuerpos tangibles, y a
menudo perdían el interés subitáneamente sin que hubiese para eso ninguna razón
aparente. Pero buscar equilibrios morales y sistemas de compensación en algo tan ingente, grande e inexplicable
como el universo puede llegar a ser una aspiración pueril, después de todo,
siempre se tiene sobre las cosas una perspectiva particular, condicionada y
fugaz que mal podría tomarse como el valor objetivo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario