domingo, 18 de octubre de 2020

 

BELÉN, O EL TROMPO.

 

  De alguna extraña forma, Belén se acercó a mí. Me agregó en las redes sociales, me habló por mensaje privado y me fue a ver a algunas lecturas de poesía. La conocía o por mejor decir, sabía quién era someramente. Creía recordar que ella había participado alguna vez, cuando todos éramos más jóvenes y bohemios, de las reuniones en casa de Alejandra, la que daba clases de pintura y según creo se fue a vivir al sur, la que elogiaba mis ojos y mi mirada. En esa época Belén siempre estaba un poco ebria y nos preguntaba a los jóvenes poetas de la Sociedad por qué escribíamos en inglés. Tenía el pelo rizado y largo, la cara delgada, la dentadura perfecta y una nariz filosa. Recuerdo haberla escuchado una vez leyendo una ponencia sobre “El juguete rabioso” de Roberto Arlt. A los jóvenes argentinos les gusta mucho Roberto Arlt, y a las mujeres muchísimo, en virtud del éxito de la novela de Ricardo Piglia “Respiración artificial” que sienta las bases de la nueva interpretación de la obra arltiana valiéndose de ingeniosos pases de manos, que incluyen la aseveración de que Arlt es a fin de cuentas uno de los pocos escritores a los que Borges ha tomado en serio. Etcétera. Belén sostenía que el personaje de Astier ERA el propio Arlt. Bueno, no sé por qué me he puesto a hablar de eso: qué me importa. Belén para mí era el arquetipo de la mujer inalcanzable: delgada, bella, serpentina, sensible y suave. La  había olvidado durante mucho tiempo y ahora reaparecía con un interés en mí que me parecía extraordinario.

  Ese interés de su parte, lejos de provocarme la euforia exaltada que suele suscitar ese expediente en los hombres relativamente jóvenes, me llenaba de dudas . ¿Qué podía querer una mujer como ella de un hombre como yo? Me precedía mi fama de torpe para las conquistas, desubicado y marginal, borracho, además de que era un artista frustrado en plena declinación, hosco, antipático, y repudiado por la mayor parte del ambiente de lo que podríamos llamar con benevolencia underground. Había sabido ganarme enemistades en los más variados  círculos, y lo peor, sin haberlo querido del todo, y sin haber expresado mis opiniones con demasiado énfasis.

 Pero Belén parecía convencida de que mis poemas valían algo, así que me acompañó varias veces a lecturas públicas y me dio su teléfono, que atesoré escrupulosamente sin atreverme de momento a llamarla. Una noche fuimos a ver una exposición y ella apoyó su mano en mi rostro para que comprobara lo fría que estaba. Cohibido, me sobresalté de una manera que ella, según creo, advirtió. Esa noche iba a lo de su abuela y yo, que tal vez debí tener un gesto de galantería y acompañarla, me fui en cambio al cumpleaños de una amiga, Virginia, donde sucedieron cosas que serían dignas de contarse. Pero esa es otra historia.

  Una vez fue a escucharme a un meeting de poesía que era organizado por un grupo de jovenes: chulos, estridentes, exultantes, amantes de las bromas. Todos parecían querer emular el estilo de Tristan Tzara, aun sin conocerlo, y el más animoso de todos era un tal Nicanor. Belén comenzó a mencionarme al tal Nicanor desde que lo conoció allí pretendiendo tal vez, que había entre él y yo una familiaridad que en realidad no existía, aunque desde luego, todos ellos me caían muy bien y eran muy amables conmigo. Pero lo cierto es que en esas reuniones yo permanecía en el fondo bebiendo y no hablaba con casi nadie, a no ser, claro, que se acercase a mí y me diesen conversación, para lo cual siempre era materia dispuesta.  

  Una madrugada después de uno de esos encuentros procedimos a retirarnos y una tal Julia –creo que ese era su nombre, no la recuerdo bien- que parecía íntima amiga de Belén, sugirió que yo podía acompañarla hasta su casa. Desde luego, accedí y al comienzo representé ese papel de acompañante con bastante dignidad.

  Belén hablaba de su actividad docente, decía que quería cambiar el mundo, y me hacía preguntas. Me preguntaba de qué vivía, a lo que yo respondía un poco evasivamente, que me dedicaba a muchas cosas, por ejemplo a vender mis pequeños volúmenes de poesía, pero ella no parecía conforme, barruntaba que con esos dineros no podía subsistir y en un momento pronunció una frase desafiante y maliciosa, una especie de interrogación afirmativa: “te mantiene tu mamá”. Guardé silencio. En otro momento Belén, que parecía aficionada a los temas  personales, preguntó si acaso alguna vez había probado drogas. Le dije que por supuesto que sí,  para no pasar por un hombre de poca experiencia. Entonces Belén comenzó a hacer una reflexión algo nebulosa acerca de cómo todo mundo en la actualidad consumía drogas y ella se sentía un bicho raro, y un poco chapada a la antigua, por sus costumbres limpias y naturistas.

  Llegamos al bulevar que precede a la plaza, y un hombre nos interceptó, extrañamente, para decirnos que aquel tipo que estaba parado en el semáforo andaba robando. Era un hombre encima de una voluminosa moto de cross. Me quedé mirando atónito al hombre que nos hablaba, y  que reiteró, como si estuviese dirigiéndose a niños o minorados o personas poco espabiladas,             que el de la moto andaba robando, y nos decía “¿entienden?”, pero yo no entendía. En primer lugar, maldecía a Dios por haber enviado esa eventualidad justo en ese momento. No me preocupaba tanto que el de la moto viniese a robarme, como el hecho de que aquello ocurriese precisamente allí, y cuando estaba en compañía de una mujer, con la cual trataba de mantener una conversación aunque más no fuese, apacible. La amenaza era tan lesiva de mis intereses y mi bienestar como los conjeturales hechos que podrían producirse.  Y por otro lado, me resultaba hasta cierto punto injustificable que teniendo una moto tan lujosa el tipo viniese a robarnos tan luego a nosotros que andábamos a pie. Cuando el hombre que pronunció la advertencia se fue, volteé para mirar a Belén e inquirir de alguna forma  su opinión y no la encontré. Giré ciento ochenta grados para ver si la encontraba pero se había esfumado. Pronto comprobé que en realidad estaba hincada acariciando un perro que estaba detrás de una reja. Ese era el modo en que Belén había resuelto el asunto de la advertencia procelosa del hombre: un perro detrás de la reja le parecía más atractivo e interesante que las voces infaustas que profetizaban desgracias todavía no constatadas. En ese giro en falso, en ese baile de peonza, comencé a comprender que había perdido a Belén para siempre, fue un trastabillar del ánimo, una salida del gozne y del centro de la que no me recuperaría. En pocos minutos habían pasado cosas que parecían triviales, pero que son de las que pueden trastocar todo lo que viene con su carga de sentido, son las que desorientan, desgajan, como esos pequeños golpes o sonidos que nos resultan incomprensiblemente irritantes y cambian el humor, y cambian el destino en un segundo. ¿Cómo iba a recobrar el aplomo después de algo tan estúpido como el incidente –supuesto antes que producido- del ladrón motociclista o motociclista ladrón? ¿Cómo iba a restablecerme después de dar una vuelta buscando infructuosamente a Belén dentro de mi campo visual, y lo peor de todo, dando a entender que me importaba encontrarla, dando a entender que buscaba algo?

  Cruzamos de vereda y a partir de allí comencé a sentirme extrañamente triste. Le pregunté si estaba segura de que caminásemos hasta su casa y dijo que sí, minimizó la presencia del supuesto ladrón: lucía jovial e inconmovible.   Cruzamos la avenida y llegamos al palier del edificio. Belén dijo que hubiese querido invitarme a subir, pero se excusó diciendo que estaba “muy desordenada la casa”. A esa altura, ni la absurdidad del pretexto me llamaba la atención. Sentía una pasmosa fragilidad y en un momento irreflexivo, temerario, atraje hacia mi a Belén y la abracé, me aferré a ella un poco desesperadamente: ella me sostuvo mientras yo sentía su olor y escuchaba el estridor de su respiración. Me despedi y fui hasta la calle Sarmiento a esperar el colectivo, con al ánimo turbado, la bruma invadía mis pulmones. Cuando llegué a casa, me tiré en la cama a esperar despierto el amanecer.

  Pasados unos días Belén publicó un posteo en sus redes sociales, donde decía “un fin de semana de alcohol, amor y azar: cómo duele el azar”.  Entonces pensé que tal vez podía aludir a los episodios que habíamos vivido el sábado, que tal vez no fuesen para ella tan irrelevantes.

   Ví a Belén en otras ocasiones: una de ellas mientras leía unos poemas de Alejandra Pizarnik en un recital de poesía. A los jóvenes argentinos y sobre todo a las mujeres les gusta muchísimo Alejandra Pizarnik, sobre todo sus poemas, y sobre todo el que dice “Explicar con palabras de este mundo que partió un barco de mí, llevándome”. Pero casi nadie elogia sus obras de teatro. Hablé brevemente con Belén antes y después de que leyera los poemas, entre los cuales intercaló también, según creo, algunos de su autoría, pero mi laconismo y mi falta de simpatía o, más bien, de desparpajo, la fueron disuadiendo de acompañarme, por lo que no me prestó demasiada atención durante esa noche y hasta parecía invitarme, sutilmente, a que abandonara el local preguntándome si iría a la reunión que el mismo día organizaba Nicanor. Resignado, me retiré.

Belén posteó en sus redes sociales un estado que decía “sobrio no me podés ni hablar”.

 Después de que hubo pasado un tiempo en que no nos vimos y ella parecía un poco renuente a tratar conmigo, le envié un mensaje algo medroso acerca de si nos veríamos. Entonces me dijo que festejarían el cumpleaños de su amiga Julia –creo que se llamaba así, Julia, no lo recuerdo bien- en una reunión literaria que organizaba Nicanor. Durante la reunión, en la que incluso fui invitado a leer unos versos, hice lo posible por acercarme a Belén, acaso de un modo ligeramente desmesurado. Belén me regaló un impresionante libro sobre historia de la filosofía rusa, que todavía conservo, y me pidió los papeles de mis poemas después de que los había leído: me embarazó un poco que contuvieran adiciones y tachaduras. Escondido entre unos contertulios, alcancé a escuchar fragmentos de la conversación de Belén con su amiga Julia –creo que se llamaba así, aunque no es seguro- durante la cual Belén decía que yo ya no le gustaba, alegando una serie de argumentos. Julia –creo que se llamaba así- aducía para darle la razón que yo me mostraba muy insistente en darle conversación y concitar su atención. Yo, que al principio era distante y reservado con Belén y no comprendía su cercanía ni sus intenciones, ahora parecía que estaba arrobado con ella. Había caído en una trampa sin quererlo, porque ahora podía ver como Nicanor se aproximaba a ella y la besaba, y cuando estaba por marcharse le decía “si te vas, me quitás el sol”. Me sentí subitáneamente confundido, triste, engañado y mil cosas más. ¿Qué se me daba a mí si ni siquiera era mi novia, ni había estado cerca de serlo? Belén escribiría después en sus redes que Nicanor era una persona “luminosa”. Pero yo hervía de indignación, ¿Qué quiere decir que una persona es “luminosa”?

  Volví a casa llorando de la bronca y a los pocos días envié un mensaje a Belén, (que había cancelado una cita concertada previamente conmigo alegando un percance “largo de explicar”) diciéndole, mentirosamente, irracionalmente y movido por el despecho y con el ánimo ofuscado, que me había enamorado de ella. Pero Belén respondió que “si las cosas se dieron así, por algo será” y me recomendó que para aliviar mi pesar tomara baños de sol. De Sol.

  No alcanzarían muchísimas páginas para relatar los variados y frondosos temas que hemos abordado con Belén en nuestras conversaciones por chat. En la vida real, contrariamente, nuestros intercambios no han sido tan largos ni conceptuosos. Me sentía sondeado por ella, que trataba de hacer averiguaciones rápidas sobre mí. Además, yo me mostraba parco y literal cuando ella trataba de llevar la conversación a un tono ambiguamente romántico.

  Andado el tiempo parece que Belén no comprendió la poligamia y el ritmo de vida frenético y excesivo de Nicanor y se separó de él, para contraer nupcias con otro joven, cultor de la música popular, y vi fotos suyas embarazada y paseando por Córdoba. Me sentí extrañamente aliviado porque no era mi intención por el momento traer hijos al mundo ni pasear por la sierra cordobesa, no quería buscar la felicidad en la satisfacción desaforada de cosas exteriores. Me sentía tan frívolo y tan falto de ecuanimidad y sabiduría, por entonces pensaba que el amor era algo que los otros tenían que prodigarme. Me gustaban mucho las mujeres, pero no comprendía por qué tenía que someterme a estúpidas pruebas de congruencia cuando pretendía acercarme a ellas, y por qué se comportaban como si ellas fuesen un premio peculiar a conquistar en lugar de propiciar que hubiese un interés parejo, igualitario, mutuo y afectuoso. Tampoco entendía por qué se adelantaban a conjeturar muchas cosas y darlas por sabidas antes de que se hubiese desarrollado una historia de la relación y, cuando estaban lo suficientemente alienadas, propiciaban la construcción de vínculos imaginarios que luego no se animaban a concretar en la vida “real”, si se llama vida real a la de la ostensión y los  cuerpos tangibles, y a menudo perdían el interés subitáneamente sin que hubiese para eso ninguna razón aparente. Pero buscar equilibrios morales y sistemas de compensación  en algo tan ingente, grande e inexplicable como el universo puede llegar a ser una aspiración pueril, después de todo, siempre se tiene sobre las cosas una perspectiva particular, condicionada y fugaz que mal podría tomarse como el valor objetivo.

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