Pienso muchas cosas sobre el asado. Hoy escuchaba a alguien decir que el asado era como el canon de la economía argentina: todo el mundo está pendiente de su precio, y casi nadie puede consumirlo porque es un artículo caro: más caro que las baguettes, que el arroz y que la sal. Entonces la expectativa social está depositada sobre el consumo de algo que es intrínsecamente costoso. Esto presiona a los gobiernos a levantar los estándares de vida para que gran parte de la población pueda consumir ese producto suntuario. Gran juego que fuerza para arriba las demandas al estado de bienestar, amparándose en algo tan inocente como un alimento. Pero, aunque en apariencia superfluo, ese alimento tiene el sentido cultural de algo esencial.
De todos modos creo haber leído a Miguel Brascó -que ya no podría desmentirme- relativizando la importancia culinaria del asado, algo a lo que también recurrió Sabatino Arias cuando dijo que la carne al horno con una serie de ingredientes se cocina mejor, sale más tierna y jugosa, rubricando -o condimentando- sus dichos con una sugestiva alusión a "la salsita".
Después de todo, el asado ni siquiera es argentino: fue traído al litoral por comerciantes portugueses en la época de la colonia. Al tiempo, se dice que los gauchos de la pampa mataban una vaca para comer la lengua o algún otro corte particular y dejaban todo el resto a expensas de los buitres. Parte de la leyenda negra que asola a los errantes fuera de la ley que poblaban la argentina agreste del siglo XIX, pintados como incultos y desaprensivos.
Una de las grandes flaquezas de la cultura argentina es la falta de comidas propias: la mazamorra era un postre elemental que la mayoría de la población nunca probó, el locro es precolombino y sus inventores son aborígenes a los que no habría por qué llamar argentinos. Las empanadas son árabes y españolas. La carbonada, especie de guiso horneado dentro de una calabaza, era el único plato que podía considerarse típicamente argentino y ya no existe. Para encontrar argentinidad, hay que caer en el distrito de la repostería.
Pero el asado goza de sus cultores. Yo mismo he reconsiderado mucho su consumo, pero vuelvo a prepararlo y siento que cada vez sale mejor: puede ser que haya perfeccionado la técnica, sin embargo en el fondo creo que es una autoconvicción fantasiosa. Porque cuando se pregunta a los asadores avezados, estos no ofrecen ninguna receta en especial: disponer las brasas y esperar a que se haga. Si la carne es buena y el calor no es excesivo, no debería haber problemas.
Después de haber renegado del asado por escrúpulos teóricos, estoy seguro de que me gusta, siento la fe renovada. Pero me pregunto si me gusta porque me gusta, o porque es un gusto que me han impuesto a fuerza de propaganda. ¿Me gusta por la ilusión de que es algo nacional, o porque tiene el nimbo de lo esporádico y lo inalcanzable? En seguida me inquiero acerca de si alguno de mis gustos no ha sido condicionado por la presión del entorno.
Hay una tristeza en las tablas engrasadas, en los ánimos que se sosiegan una vez que se ha reconocido el inexorable final del banquete.
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