miércoles, 22 de diciembre de 2021

 



UNA REFLEXIÓN INCONSISTENTE SOBRE LA FILOSOFÍA Y LOS NAIPES. 


  Los jugadores de cartas. Rostros que reflejan el tedio cotidiano con las manos que descansan en el tapete, y la suerte momentánea dependiendo de lo que ocurra sobre él. Los jugadores de cartas aparecen frecuentemente como motivo en las artes, en la literatura, por ejemplo. El cuento de Borges El Encuentro es el duelo a cuchillo de dos hombres disgustados por un juego de cartas, y el poema Fundación mítica de Buenos Aires incluye los versos: 

Un almacén rosado como revés de naipe, 

brilló  y en la trastienda conversaron un truco, 

el almacén rosado floreció en un compadre,

ya patrón del a esquina, ya resentido y duro. 

También aparece en el cuento llamado El Zahir: 

"Ebrio de una piedad casi impersonal, caminé por las calles. En la esquina de Chile y Tacuarí vi un almacén abierto. En aquel almacén, para mi desdicha, tres hombres jugaban al truco".

  Los juegos de cartas son un suspense la vida cotidiana que alivia tensiones difíciles de soportar: se cuenta que el virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros estaba jugando con sus contertulios cuando vinieron a informarle que unos vecinos estaban protestando frente al cabildo. 

  Una leyenda algo confusa dice que los mozárabes del siglo XVI en España inventaron el juego del truco  a partir de que unos niños modificaran la baraja recortando las sotas, los caballos, el as de oro y el  de copas, por lo que no podían jugar a la Brisca, juego difundido en la época. Pero este ejemplo resulta incomprensible en nuestro contexto porque en Argentina se utilizan todas las cartas.  El juego llamado truk se difundió ampliamente en Murcia, en Valencia, en el sur de Italia, y llegó a las colonias americanas traído por el ocio venal y el irrefragable aburrimiento de los europeos que ya habían conquistado el mundo otrora desconocido. 

  Pensar en los jugadores de cartas es remitirse inmediatamente a la pintura impresionista, y en particular, a la serie de cinco cuadros con ese motivo pintados por Paul Cezanne, en los que va mostrando su tendencia a definir los volúmenes en forma geométrica y va simplificando su paleta hasta dar a la pintura una definitiva imagen de austeridad. 

  Heráclito se burló de los hombres que lo miraban jugar a los dados y les dijo "acaso no es esto más importante que ocuparse de las cosas de la Polis?" 

  El problema es que uno se aburre incluso de jugar a las cartas. Incluso de las cosas que le gustan. El problema es el tedio, y el tedio no tiene que ver necesariamente con la filosofía. La filosofía es aburrida, parece aburrida, para quienes inconscientemente la rehúyen porque no quieren mirarse al espejo, porque la filosofía es fastidiosa en sus preguntas, es primordial, pretende ir  hasta el final, y nadie quiere hacerse preguntas, o son pocos los que se avienen a preguntarse cosas. Mejor que mirarse al espejo es mirar la figura impasible que me devuelve la baraja. Y mejor que mirar hacia adentro es dar vueltas en la ronda del reparto del mazo: aunque pierda estoy ganando, porque perderme en la turba del juego es evadirme por un momento de que no sé quién soy, y no sé qué estoy haciendo aquí. Es una salida al tedio. Pero la filosofía no es la responsable de ese tedio, al contrario, es la única que toma el toro por los cuernos, lo admite, lo reconoce y lo analiza. "¿Qué pasa que nada me satisface?", pero "¿Qué es la satisfacción?", son preguntas que podrían ser una vía expedita de acceso a la reflexión filosófica. 
El primer día de clase les digo a los estudiantes: esto va a ser aburrido. Aburrido en los términos en que la sociedad considera que las cosas son aburridas, es decir, en el sentido en que demandan atención, concentración y esfuerzo intelectual. Una partida de cartas es más entretenida y más sencilla. En algunos casos, se trata de saber mentir y engañar, y en eso la mayoría de la gente es muy avezada, por ejemplo, mintiéndose y engañándose a sí misma. La partida de naipes es divertida, pero la clase de filosofía cala más hondo. La partida de naipes salda rápidamente las ansiedades que suscita porque todo se evidencia al ver las cartas, la filosofía es más exigente y requiere más paciencia y más tiempo, porque cuando se muestran algunas cartas, estas remiten a otras, y parece que la partida nunca se resuelve. Una partida que nunca se resuelve es el peor escenario para un jugador ansioso.  

  El jugador ansioso necesita estímulos que lo libren de la procelosa posibilidad de hacerse preguntas sin respuesta. Quiere vivacidad, movimiento, evasión, cambio, ruido, frenesí. Pero según la frase que se atribuye a Moris: de nada sirve escaparse de uno mismo. 

  Yo no soy nada: una anécdota trivial en la vida de estos jóvenes estudiantes que se dedicarán a banalidades o a cosas importantes. Tal vez algunos de ellos nunca vuelvan a oir hablar de la filosofía o tengan de ella un recuerdo aciago. Pero hay que preguntarse qué estamos haciendo cuando decimos que educamos, a quiénes estamos educando, quién quiere que estas personas se eduquen y con qué propósito. Hay que preguntarse, y aunque las preguntas se disuelvan con una broma chocarrera y nerviosa, con algún comentario de circunstancia para mitigar la incomodidad, siguen estando ahí: siguen molestando. 
Los juegos facilitan la vida y la hacen emoliente, pero en verdad son adoctrinadores en el sentido en que imponen al jugador una regla. Pero el filósofo se pregunta "¿Por qué debo seguir una regla?", "¿Qué es una regla?": es alguien que no sabe jugar, o juega en el límite, cuestiona, disuelve, es aburrido. Todo eso es cierto. El filósofo se pregunta si debe pasar su vida suscribiéndose a juegos ajenos, poblando su vida con esos repertorios de reglas, o empezar a ser el artífice de sus propios juegos, darse sus propias reglas. Pero, ¿Será esto posible? Pensaba en el poema de Borges que dice: 

"Cuando los jugadores se hayan ido, / cuando el tiempo los haya consumido, / ciertamente no habrá cesado el rito. / En el Oriente se encendió esta guerra / cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra. / Como el otro, este juego es infinito".

Podría ser que Dios estuviese en efecto jugando con nosotros, que no fuésemos en sus manos más que unos ajados naipes cuya vida se consumirá después de unas cuantas jugadas y que nuestra suerte -como lo creyó Spinoza- esté echada de antemano. 

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