sábado, 12 de octubre de 2024

 


CONTRA LA AUTOESTIMA. 


Una vez salí, durante un tiempo, con una mujer que era como una lavandera guineana: con las piernas fuertes, las caderas anchas, hermosos y abultados senos, el vientre suave y ondulado, un rostro con resonancias mozárabes, de grandes ojos oscuros, la boca incitante, la tez morena y el cabello crespo y ensortijado. ¿Cómo podía emparejarse una mujer así con alguien como yo? Fruto tal vez de la casualidad y la inconsciencia y el arrojo, el valor desproporcionado que había tenido al proponerme captar su atención e invitarla a que me conozca. Cosas así pasan una vez en la vida, y el timo, la discordancia cósmica no podía durar demasiado. Así que una vez ella me citó en un café del centro para decirme con frases más o menos remanidas y tristes que lo nuestro debía concluír. 

 Una de las cosas que alegó, (cosas más o menos inconexas, pero que habían generado un estado de cosas) era que yo tenía un problema de "autoestima" y que debía pedir ayuda a alguien que me ayudara a reparar mi "autoestima". En el momento sonreí con incomodidad, con cierto pavor, asentí con la cabeza, como si ella estuviese diciendo algo sensato, algo con sentido. No tenía caso prolongar el alegato, ni la conversación, ni ahondar en el significado de las palabras cuando éstas,  en realidad, estaban trasuntando emociones que nunca son claras.  Pero esa palabreja siguió resonando en mí durante mucho tiempo. 


¿Qué quiere decir eso de la "autoestima"? Autoestima con mayúsculas. ¿Por qué esa palabra tiene tanta repercusión y tanta circulación en el discurso social? En inglés adquiere visos aún más ridículos: self-esteem. Dos palabras: estima propia. Pero ¿Cómo se hace para estimar algo que no se está viendo y no se tiene presente? Dicen que la Autoestima es "la capacidad que tiene una persona para valorarse, amarse y aceptarse a sí mismo". Vuelvo a lo mismo: las cosas que estimo y que amo, y que tal vez no sean muchas, tienen la particularidad de ser captadas por mi vista y por revestir una serie de cualidades. También puede existir -pensemos, por caso, en Marcel Proust- alguien que sienta amor o devoción por cierto olor o por la evocación de aromas de la infancia, o de cualquiera otra etapa de la vida, así como ciertos sonidos, músicas, puede amarse la Ilíada, o la cultura griega de la antigüedad (lo que se sabe o se conserva de ella) o la poesía de Wallace Stevens, y cosas por el estilo. Podríamos, en un acto púdico, prescindir de la palabra "Amor" que resulta completamente exagerada para la presente faena.  Invoquemos luego la posibilidad de "valorarse" o de "aceptarse" a uno mismo. ¿Qué quiere decir que me valoro a mí mismo? Indudablemente debe querer decir que me concedo cierto valor. Pero tendría que preguntarme en función de qué hay que establecer ese valor, y cuál sería el parámetro. Si el valor me lo conceden los demás, podrían estar estimándome demasiado o demasiado poco, esto es, podrían estar evalúandome de una forma imprudente  o falta de ecuanimidad. Pero, contrariamente, si fuese Yo mismo el que se concede el valor, podría también estar haciéndolo en un sentido demasiado favorable o demasiado adverso. Entonces no hay rasero para medir. 

El problema que advierto aquí es que parece haber una demanda o una exigencia o una recomendación de valorarse y aceptarse a sí mismo todo lo posible, más allá de que exista la contraparte de que uno mismo merezca ser valorado y aceptado. Aristóteles no estaría de acuerdo con esto, porque, según creo, invoca una virtud, que podría llamarse Magnanimidad, que consiste en justipreciar el propio valor, sin caer en el vicio de concederse demasiado (lo cual podría llamarse Arrogancia) ni demasiado poco (Pusilanimidad). Las búsquedas terminológicas pueden ser tentativas, pero entendemos qué quiere decir. 

Otros pensadores han seguido no obstante el camino de la estimación desenfrenada de uno mismo. Considero que filosofías de ese tipo pueden adscribirse a la tradición del humanismo, en la que Pico della Mirándola exaltó la dignidad del hombre.  No obstante me parece que Emerson con su obra Trust Thyself podría ser un representante de los que abogan por el mito de la Autoestima. Pero Pico defiende la dignidad del hombre, de cualquier hombre o del ser humano como especie, y no el culto a sí mismo o a mí mismo. Y Emerson expresa una filosofía espiritualista que asocia a la condición humana con valores cósmicos. 

Ahora bien, yo confío en mi mismo, pero no sé hasta qué punto esto es sinónimo de valorarme o aceptarme a mí mismo. Cuando me examino con total honestidad, encuentro que podría valer más en la medida en que pudiese convertirme en una persona mejor. Es decir que no me estimo completamente, e incluso descubro que tendría las potencialidades para haber sido un poco mejor en el pasado y para serlo en el presente, o sea, que tengo defecciones, privaciones, y soy limitado e incluso negligente por momentos. Si no reconociera estas cosas, estaría engañándome y mientiéndome a mí mismo, lo cual sería, aproximadamente, una forma de no respetarme. Si algo puedo saber acerca de mí mismo ( y siempre en el caso de que esta expresión tenga un correlato real) es que tengo al menos la sensación o la ilusión de estar en algún tipo de evolución espiritual, lenta y dolorosa, que me conduce hacia el arquetipo de la persona que quisiera ser, sin que pueda nunca alcanzarlo. Los psicólogos admiten que éste es el estado habitual de la mayoría de los seres humanos normales o que se aproximan a la normalidad.  

 Con respecto a aceptarme, eso probablemente es una sensación subjetiva con respecto mis posibilidades de ser aprobado o aplaudido por mí mismo. Pero me da la impresión de que el sentimiento lógico que debería experimentar hacia mí mismo, más que la aprobación o el aplauso, debería ser una atenta indiferencia o una ausencia de juicio, porque por momentos ejecuto buenas acciones, hago, digo y  pienso cosas sensatas, y por otros me manifiesto como el más egoísta, delirante e imprudente de los hombres. Así que ese yo mismo no es una continuidad o no tiene un desarrollo parejo y apreciable en su totalidad, sino que es móvil y se ve afectado por la inspiración repentina, la predisposición, las circunstancias o la suerte. 

Algunos intelectuales reputados afirman que la Autoestima es algo que se acuña en la primera infancia, a partir de los cuidados, atenciones, afectos y prodigalidades que se nos brindan de parte de nuestro entorno más próximo, particularmente los padres. Eso querría decir que tenemos que ser queridos cuando todavía no somos dignos de ser queridos, porque no se sabe bien cómo vamos a ser. Se supone luego, que los padres han de querer a los niños porque sí, aunque no siempre es el caso. Hay un cuento de Amalia Jamilis en que un padre prende fuego a su hija porque lloraba y no lo dejaba dormir. Bueno, no es más que la mórbida imaginación de una escritora.

  La sociología italiana descubrió en cierto momento, cosa que me parece impresionante, que no siempre las familias fueron ese hogar encendido del que hablaron a su tiempo Virginia Woolf y Georg Trakl.  Antes de la Revolución Industrial -me pongo de pie- las familias eran prolíficas, pero sus condiciones de vida precarias no podían conferir a sus miembros más jóvenes unas buenas prespectivas de supervivencia. Asimismo, era bueno que se prohijaran muchos niños que al crecer, pudisesen colaborar en el trabajo familiar: rural, esforzado y poco redituable. En este esquema, la solución para los padres eran no depositar demasiado afecto en un niño cuya supervivencia era incierta. Alguien podría hablar, ramplonamente, de las ventajas adaptativas de ese corazón endurecido. 

Con la relativa mejora de las condiciones materiales, los padres han llegado al punto de querer mucho a sus hijos: de quererlos con un elegíaco dramatismo, incondicionalmente, aunque sus hijos sean estúpidos o incordiosos. Yo soy de las generaciónes de los que no han sido tan queridos. Me he convertido en un hombre huraño e infeliz, pero relativamente responsable y autocrítico. Aunque me resulte doloroso, como todas las penalidades de la vida, ya estoy palpitando que voy a tener que admitir en estas cosas un término medio. Ese término medio que Aristóteles, con una intuición biológica genial, encontraba en los animales: el tercer segmento entre dos extremos: el lugar por donde tomaban el alimento y el lugar por donde excretaban.  No hay que quererse tan poco como para que el rebajamiento de la dignidad y los vituperios hacia uno mismo llamen la atención, ni tanto como para considerar a la propia imbecilidad como excentricidad, y a la propia fealdad como signo de alguna unción original.  


sábado, 29 de junio de 2024

 



MARINA, O LA BELLA BESTIA. 


Una noche me invitaron a tocar unas canciones en un pequeño centro cultural que estaba cerca de la Unión Árabe. El número principal era un conjunto que integraban mis amigos Mauro y Kiko: batería, bajo y fuertes guitarras. Yo aparecí solo en el escenario frente a un atril, mis tañidos sonaban tristes y débiles y mi voz, oscura y vibrante al interpretar algunos clásicos del folk.  Recuerdo la canción de Stephen Bishop "Only love" y tambien la hermosa balada de James Taylor "Never die young". 

Pero antes del recital hubo una larga espera. El ambiente era flemático, hosco, algo incómodo. Allí estaba Pablo Di Iorio, un cineasta petulante, pero al fin simpático, que me miraba con cierta conmiseración. Recuerdo que intercambiamos algunas impresiones sobre ese recital cumpleaños 50 de David Bowie. También creo que estaban presentes algunos conocidos músicos, Nacho Fasciglione, Nicolás Parducci. Pero yo permanecía solo en un rincón, y más bien diría que iba cambiando de rincón, atenazando en mis manos un frío vaso de vino. Las conversaciones versaban sobre temas variados, desde las cualidades técnicas de Jimmy Connors hasta el vestido azul de Ségolène Royal. 

En el mismo local, deslizandose  a través de las habitaciones, de las mesas que exhibían artesanías, estaba Marina. Flaca, femenina, de mirada oblicua, era muy bella a su manera, fumando con prestancia. Pensé en hablarle en algún momento, y estoy seguro de que si lo hacía, aunque al comienzo se mostrase remisa o desconfiada, hubiese podido entablar algún tipo de conversación. Pero no me sentía lo suficientemente suelto. Había creído entrever en ella, no sé por qué, una cierta inclinación hacía mí. 

Me fuí a casa turbado por la belleza de Marina, y culpandome por no haberle dirigido cuando menos alguna pregunta intrascendente. Es que esa noche andaba falto de confianza. 

Un veintinueve de octubre, me decidí a escribirle un mensaje cordial, pero temerario: 


"Hola Marina, mi nombre es Juan. Simplemente quería preguntarte si aceptarías una invitación mía a tomar un café. Saludos."


Pasó un tiempo en  que no hubo respuesta, aunque pude comprobar que ella había leído el mensaje. A los pocos días, un cuatro de noviembre, acaso para incentivarla a contestar, o para llamar su atención, le envié un video de la canción de Neil Young llamada "Harvest Moon". Craso error. La respuesta de Marina no se hizo esperar y cayó sobre mí con una brevedad terrible: 


"Quien te conoce a vos? Sos un asco acosador! Con esa cara ni una cucaracha te puede dar bola. "


Nunca voy a olvidarme de Marina: la bestia rubia. Bella, fina, elegante, ligera, ladina y violenta como una onza. 

 



BREVE ENSAYO SOBRE LA SIMILITUD ENTRE LA MUJER Y LA GUITARRA.  



Me asomé por la puerta cancel y miré hacia el interior. Dos hombres afanosos trabajaban en silencio. Uno de ellos, robusto y proporcionado, con fisonomía de italiano del norte, me miró en forma algo inquisitiva, y se acercó a desgano. Abrió media reja y con una cordialidad recobrada, me invitó a pasar. El local era grande y pulcro. Lo más parecido al taller de Girlandaio, pensé, o de algún verdadero artista. Como excusándome, pero también tratando de afianzarme, dije "a mí me dicen Brando". Agregué que conocía a su hermano, pero eso me confería una cercanía controvertible, porque el hermano era diferente: más pequeño, cálido, expansivo y campechano. Además, nunca se sabe qué piensa alguien de su hermano. 

Entonces, para hacer algo, desenfundé la guitarra. Pero no para tocarla -que no sé- sino para preguntarle si le encontraba una solución. Luthiers inescrupulosos o torpes, amigos desorejados, o yo mismo en circunstancias que no recuerdo, habíamos causado a la guitarra un ponderado daño, que quería reivindicar como un acto de justicia. 

Antes había ido un par de veces a la puerta del taller, tratando de encontrar a los artesanos, pero la suerte me era remisa. O no tanto. Una tarde me puse a conversar con un tipo llamado Carlos. Llegamos a tal punto de comunión que me invitó a pasar a su casa, una hermosa y vieja propiedad en la que tenía habitaciones de alquiler. Me habló de su pasado como artista y me mostró una hermosa guitarra eléctrica, si mal no recuerdo, una Fernandes stratocaster. 


El hombre italiano, Alexis, me dijo que él había escuchado hablar de mí, por parte de Rosalía. Dije, como al pasar "la malograda Rosalía". El otro joven, amable y suave, de sonrisa diáfana, dejó el trabajo y se unió a nuestra conversación. El caso es que Alexis había llegado a tener una amistad muy estrecha con Rosalía, cosa de la cual no me había enterado nunca.  Según Alexis, ella le había dicho que yo era el mejor cantante de la ciudad. Y yo casi creo que es cierto. 

Porque, estrictamente, creo que soy el único que interpreta el tango como la música distinguida y afinada que debe ser, más allá de florilegios exagerados, fraseos artificiosos, vozarrones graves que impostan una barrialidad ful, poses canyengues que no son más que baturrillo para engañar a un público poco calificado y ávido de falsa emoción. Una vez participé de un concurso de cantores. Subí al escenario vestido como una persona normal, con un pantalón de sarga y un suéter marrón. Tuve la mala suerte de que en el momento en que comenzaba la pista, el viejo presentador estaba frente al micrófono, algo distraído, y tuve que aproximarme a él raudamente en una parada poco elegante. No obstante, canté perfectamente el tango Sur. Por supuesto, otros más sueltos, experimentados o cancheros, pasaron a la siguiente ronda por otras cualidades que no implicaban necesariamente la de cantar. En el jurado estaba una tal Karina Levine (no Levinás), y en la organización, un tipo afable llamado Darío Landi. Este último era, según creo, bien conocido de Rosalía.  Rosalía sí que cantaba bien el tango Nieblas del Riachuelo. Cuando le preguntaba a quién había tomado de referencia para hacer esa versión, respondía: a nadie, a mi abuela.  

Alexis el robusto me contó detalles acerca de la muerte de la "joven artista". El caso, hasta cierto punto, tomó estado público. Su cuerpo sin vida fue encontrado en los acantilados. Yo me había distanciado de ella por razones que hoy día ya no importan, que nunca importaron. Uno evita zanjar las distancias y tratar las cosas a tiempo porque no sabe que el otro se va a morir. O lo sabe pero lo olvida. ¿Y qué cambia, cuando uno muere, el estado de los pensamientos que tuvo mientras vivía?  

Había tocado a su puerta un par de veces, sin respuesta, durante esos días, y  en otra ocasión la ví venir por la calle San Martín y me preparé mentalmente para saludarla. Pero ella se metió en un negocio de Todo Suelto, tal vez, porque no quería cruzarse conmigo. Entonces seguí de largo. A los pocos días me encontré con Leopoldo: dijo sentirse preocupado por ella: estaba desaparecida. 

Me había encontrado hacía poco con la abuela de Rosalía en la panadería (que yo visitaba más por la belleza afrodisíaca de la panadera que por el pan),  y nos habíamos puesto a conversar un largo rato. Compartíamos muchos intereses, por ejemplo, la radio o la actividad textil. Ella me contó que Rosalía estaba haciendo un programa en la emisora Brisas.  

Mi hermana, que había sido compañera suya en el secundario, me llamó para contarme que había muerto, y el impacto fue inenarrable. No lo comprendía. Creí que sus últimas excentricidades serían cuestión de rutina. 

Alexis habló un rato largo, se descargó o se desahogó, se expresaba con elocuencia, decía cosas harto complejas, a las que yo no podía agregar nada valioso, solamente darle la razón. Me mencionó personas conocidas que pertenecen a una época muy antigua de mi vida. Y habló, desde luego, de amor. De cómo el amor parece ser ese matrimonio de Poros y Penía, dulce abastecimiento de vida por un lado, y carestía indigente, mortuoria y dolorosa por otro. El amor es la única enfermedad que uno quisiera volver a padecer. "¿Cuánto hace que no amo?" suspiran los solitarios, creyéndose desgraciados. 

En algún momento, después de su alocución larga y profunda, y  casi bruscamente, Alexis se excusó diciendo que tenía que continuar con su labor, entonces les pedí disculpas y me marché. Es que nunca tengo la prudencia para saber cuándo es el momento de irme. Le envié una grabación de una canción mía cantada por Rosalía, y él me respondió algo que prefiero no transmitir. 

Rosalía suscitaba pasiones: como Lou-Andreas Salomé. Los hombres revoloteaban a su alerededor tratando de hacerle lisonjeros favores, tratando de descifrar su cáustico misterio, y ella buscaba, como toda mujer, algo que está más allá, un deseo que acaso se dirigía hacia el mar -pienso- como ocurre en El cuento de la sirena.  

Cuando corté con mi hermana, no pude seguir concentrado en el partido de Estudiantes de La Plata y Corinthians, me acosté y prendí la radio. Empecé a mover el dial y surgió la voz de ella. Estaban pasando programas viejos, en los que leía textos autobiográficos de un poeta surrealista que le decía a su súcubo: aunque me hubiese equivocado, deberías haberme escrito. 

¿Dónde está Rosalía ahora que nos quedamos a oscuras? Bailando a orillas del mar como toda la gente hermosa que deja el mundo. ¿Qué será de tí, sola, en esa muerte espasmódica?

 

lunes, 22 de abril de 2024

Carta a un amigo que vuelve al país.

  


 Argentina: bien al sur. Podrás decir que todo aquí es chato, gris, obscuro y complejo. Esta tierra tiene la belleza de lo feral: una narrativa construída a partir de los anhelos de supervivencia de unos españoles que un día llegaron al estuario y se dieron  cuenta de que no había nada. Después de eso, se afincó la violencia, la incuria y la rebeldía sin sentido del habitante de la Pampa.


Vivir aqui es difícil porque el argentino baila una danza eterna entre el asentimiento a sus expoliadores que le prometen una hipotética prosperidad, y sus espasmódicas reacciones al advertir que lo estaban engañando. Siempre lo engañan y siempre sabe que lo van a engañar. Parece absurdo, pero es lo que nos pasa a todos todo el tiempo.  No se puede confiar en nadie, y no se puede vivir sin confiar. 


Acá vas a encontrar que todo es dificultoso. La gente es hostil, está  angustiada, nerviosa. La inmensa mayoría de la gente no sabe hacer buenas interpretaciones sobre lo que sucede,  se frustra porque infiere que todo está mal, y no es capaz de entender por qué. La gente es atolondrada -desde luego, me incluyo-  no porque naturalmente esté incapacitada para comprender, sino por la alienación que produce una urdimbre de discursos en la que se ve envuelta, y que le impiden desarrollar adecuadamente su pensamiento crítico. 


La realidad política de la Argentina, caótica, desproporcionada y delirante, es el emergente de una sociedad fragmentada que ha renunciado a la averiguación de la verdad. Los que promueven el discurso circulante apelan a fibras íntimas de tendencia reaccionaria. Eficientismo, meritocracia, represión, oclusión de lo diferente, son ideologías que casan muy bien con una ética del deterioro general de los valores altos, la ausencia de una consideración sobre las virtudes y las posibilidades de una buena vida. Esta ausencia se refleja en empecinadas expresiones, teatralmente infantiles, acerca de lo acertado que está uno mismo y lo equivocados que están los demás; y en una histérica repetición irreflexiva de consignas estereotipadas y falaces. 


A pesar de todo, se vive. Como en algunas distopías literarias, no han logrado suprimir del todo la invocación de un principio de Comunidad, hay células de amor y solidaridad soterradas. Algunos, incluso, sueñan con el regreso a una antigua Ciudad Dorada, y creen que en aquel fangal original, puede sembrarse la semilla de una nueva y gloriosa nación. La antropología del egoísmo y la violencia no se ha impuesto del todo, creo yo, porque sus fundamentos teóricos son demasiado artificiosos, y la imagen de su destino final es bastante difusa. Porque a pesar de los supuestos anhelos de objetividad, sus caracterizaciones siempre están teñidas de efusividad y exageración.