sábado, 12 de octubre de 2024

 


CONTRA LA AUTOESTIMA. 


Una vez salí, durante un tiempo, con una mujer que era como una lavandera guineana: con las piernas fuertes, las caderas anchas, hermosos y abultados senos, el vientre suave y ondulado, un rostro con resonancias mozárabes, de grandes ojos oscuros, la boca incitante, la tez morena y el cabello crespo y ensortijado. ¿Cómo podía emparejarse una mujer así con alguien como yo? Fruto tal vez de la casualidad y la inconsciencia y el arrojo, el valor desproporcionado que había tenido al proponerme captar su atención e invitarla a que me conozca. Cosas así pasan una vez en la vida, y el timo, la discordancia cósmica no podía durar demasiado. Así que una vez ella me citó en un café del centro para decirme con frases más o menos remanidas y tristes que lo nuestro debía concluír. 

 Una de las cosas que alegó, (cosas más o menos inconexas, pero que habían generado un estado de cosas) era que yo tenía un problema de "autoestima" y que debía pedir ayuda a alguien que me ayudara a reparar mi "autoestima". En el momento sonreí con incomodidad, con cierto pavor, asentí con la cabeza, como si ella estuviese diciendo algo sensato, algo con sentido. No tenía caso prolongar el alegato, ni la conversación, ni ahondar en el significado de las palabras cuando éstas,  en realidad, estaban trasuntando emociones que nunca son claras.  Pero esa palabreja siguió resonando en mí durante mucho tiempo. 


¿Qué quiere decir eso de la "autoestima"? Autoestima con mayúsculas. ¿Por qué esa palabra tiene tanta repercusión y tanta circulación en el discurso social? En inglés adquiere visos aún más ridículos: self-esteem. Dos palabras: estima propia. Pero ¿Cómo se hace para estimar algo que no se está viendo y no se tiene presente? Dicen que la Autoestima es "la capacidad que tiene una persona para valorarse, amarse y aceptarse a sí mismo". Vuelvo a lo mismo: las cosas que estimo y que amo, y que tal vez no sean muchas, tienen la particularidad de ser captadas por mi vista y por revestir una serie de cualidades. También puede existir -pensemos, por caso, en Marcel Proust- alguien que sienta amor o devoción por cierto olor o por la evocación de aromas de la infancia, o de cualquiera otra etapa de la vida, así como ciertos sonidos, músicas, puede amarse la Ilíada, o la cultura griega de la antigüedad (lo que se sabe o se conserva de ella) o la poesía de Wallace Stevens, y cosas por el estilo. Podríamos, en un acto púdico, prescindir de la palabra "Amor" que resulta completamente exagerada para la presente faena.  Invoquemos luego la posibilidad de "valorarse" o de "aceptarse" a uno mismo. ¿Qué quiere decir que me valoro a mí mismo? Indudablemente debe querer decir que me concedo cierto valor. Pero tendría que preguntarme en función de qué hay que establecer ese valor, y cuál sería el parámetro. Si el valor me lo conceden los demás, podrían estar estimándome demasiado o demasiado poco, esto es, podrían estar evalúandome de una forma imprudente  o falta de ecuanimidad. Pero, contrariamente, si fuese Yo mismo el que se concede el valor, podría también estar haciéndolo en un sentido demasiado favorable o demasiado adverso. Entonces no hay rasero para medir. 

El problema que advierto aquí es que parece haber una demanda o una exigencia o una recomendación de valorarse y aceptarse a sí mismo todo lo posible, más allá de que exista la contraparte de que uno mismo merezca ser valorado y aceptado. Aristóteles no estaría de acuerdo con esto, porque, según creo, invoca una virtud, que podría llamarse Magnanimidad, que consiste en justipreciar el propio valor, sin caer en el vicio de concederse demasiado (lo cual podría llamarse Arrogancia) ni demasiado poco (Pusilanimidad). Las búsquedas terminológicas pueden ser tentativas, pero entendemos qué quiere decir. 

Otros pensadores han seguido no obstante el camino de la estimación desenfrenada de uno mismo. Considero que filosofías de ese tipo pueden adscribirse a la tradición del humanismo, en la que Pico della Mirándola exaltó la dignidad del hombre.  No obstante me parece que Emerson con su obra Trust Thyself podría ser un representante de los que abogan por el mito de la Autoestima. Pero Pico defiende la dignidad del hombre, de cualquier hombre o del ser humano como especie, y no el culto a sí mismo o a mí mismo. Y Emerson expresa una filosofía espiritualista que asocia a la condición humana con valores cósmicos. 

Ahora bien, yo confío en mi mismo, pero no sé hasta qué punto esto es sinónimo de valorarme o aceptarme a mí mismo. Cuando me examino con total honestidad, encuentro que podría valer más en la medida en que pudiese convertirme en una persona mejor. Es decir que no me estimo completamente, e incluso descubro que tendría las potencialidades para haber sido un poco mejor en el pasado y para serlo en el presente, o sea, que tengo defecciones, privaciones, y soy limitado e incluso negligente por momentos. Si no reconociera estas cosas, estaría engañándome y mientiéndome a mí mismo, lo cual sería, aproximadamente, una forma de no respetarme. Si algo puedo saber acerca de mí mismo ( y siempre en el caso de que esta expresión tenga un correlato real) es que tengo al menos la sensación o la ilusión de estar en algún tipo de evolución espiritual, lenta y dolorosa, que me conduce hacia el arquetipo de la persona que quisiera ser, sin que pueda nunca alcanzarlo. Los psicólogos admiten que éste es el estado habitual de la mayoría de los seres humanos normales o que se aproximan a la normalidad.  

 Con respecto a aceptarme, eso probablemente es una sensación subjetiva con respecto mis posibilidades de ser aprobado o aplaudido por mí mismo. Pero me da la impresión de que el sentimiento lógico que debería experimentar hacia mí mismo, más que la aprobación o el aplauso, debería ser una atenta indiferencia o una ausencia de juicio, porque por momentos ejecuto buenas acciones, hago, digo y  pienso cosas sensatas, y por otros me manifiesto como el más egoísta, delirante e imprudente de los hombres. Así que ese yo mismo no es una continuidad o no tiene un desarrollo parejo y apreciable en su totalidad, sino que es móvil y se ve afectado por la inspiración repentina, la predisposición, las circunstancias o la suerte. 

Algunos intelectuales reputados afirman que la Autoestima es algo que se acuña en la primera infancia, a partir de los cuidados, atenciones, afectos y prodigalidades que se nos brindan de parte de nuestro entorno más próximo, particularmente los padres. Eso querría decir que tenemos que ser queridos cuando todavía no somos dignos de ser queridos, porque no se sabe bien cómo vamos a ser. Se supone luego, que los padres han de querer a los niños porque sí, aunque no siempre es el caso. Hay un cuento de Amalia Jamilis en que un padre prende fuego a su hija porque lloraba y no lo dejaba dormir. Bueno, no es más que la mórbida imaginación de una escritora.

  La sociología italiana descubrió en cierto momento, cosa que me parece impresionante, que no siempre las familias fueron ese hogar encendido del que hablaron a su tiempo Virginia Woolf y Georg Trakl.  Antes de la Revolución Industrial -me pongo de pie- las familias eran prolíficas, pero sus condiciones de vida precarias no podían conferir a sus miembros más jóvenes unas buenas prespectivas de supervivencia. Asimismo, era bueno que se prohijaran muchos niños que al crecer, pudisesen colaborar en el trabajo familiar: rural, esforzado y poco redituable. En este esquema, la solución para los padres eran no depositar demasiado afecto en un niño cuya supervivencia era incierta. Alguien podría hablar, ramplonamente, de las ventajas adaptativas de ese corazón endurecido. 

Con la relativa mejora de las condiciones materiales, los padres han llegado al punto de querer mucho a sus hijos: de quererlos con un elegíaco dramatismo, incondicionalmente, aunque sus hijos sean estúpidos o incordiosos. Yo soy de las generaciónes de los que no han sido tan queridos. Me he convertido en un hombre huraño e infeliz, pero relativamente responsable y autocrítico. Aunque me resulte doloroso, como todas las penalidades de la vida, ya estoy palpitando que voy a tener que admitir en estas cosas un término medio. Ese término medio que Aristóteles, con una intuición biológica genial, encontraba en los animales: el tercer segmento entre dos extremos: el lugar por donde tomaban el alimento y el lugar por donde excretaban.  No hay que quererse tan poco como para que el rebajamiento de la dignidad y los vituperios hacia uno mismo llamen la atención, ni tanto como para considerar a la propia imbecilidad como excentricidad, y a la propia fealdad como signo de alguna unción original.  


sábado, 29 de junio de 2024

 



MARINA, O LA BELLA BESTIA. 


Una noche me invitaron a tocar unas canciones en un pequeño centro cultural que estaba cerca de la Unión Árabe. El número principal era un conjunto que integraban mis amigos Mauro y Kiko: batería, bajo y fuertes guitarras. Yo aparecí solo en el escenario frente a un atril, mis tañidos sonaban tristes y débiles y mi voz, oscura y vibrante al interpretar algunos clásicos del folk.  Recuerdo la canción de Stephen Bishop "Only love" y tambien la hermosa balada de James Taylor "Never die young". 

Pero antes del recital hubo una larga espera. El ambiente era flemático, hosco, algo incómodo. Allí estaba Pablo Di Iorio, un cineasta petulante, pero al fin simpático, que me miraba con cierta conmiseración. Recuerdo que intercambiamos algunas impresiones sobre ese recital cumpleaños 50 de David Bowie. También creo que estaban presentes algunos conocidos músicos, Nacho Fasciglione, Nicolás Parducci. Pero yo permanecía solo en un rincón, y más bien diría que iba cambiando de rincón, atenazando en mis manos un frío vaso de vino. Las conversaciones versaban sobre temas variados, desde las cualidades técnicas de Jimmy Connors hasta el vestido azul de Ségolène Royal. 

En el mismo local, deslizandose  a través de las habitaciones, de las mesas que exhibían artesanías, estaba Marina. Flaca, femenina, de mirada oblicua, era muy bella a su manera, fumando con prestancia. Pensé en hablarle en algún momento, y estoy seguro de que si lo hacía, aunque al comienzo se mostrase remisa o desconfiada, hubiese podido entablar algún tipo de conversación. Pero no me sentía lo suficientemente suelto. Había creído entrever en ella, no sé por qué, una cierta inclinación hacía mí. 

Me fuí a casa turbado por la belleza de Marina, y culpandome por no haberle dirigido cuando menos alguna pregunta intrascendente. Es que esa noche andaba falto de confianza. 

Un veintinueve de octubre, me decidí a escribirle un mensaje cordial, pero temerario: 


"Hola Marina, mi nombre es Juan. Simplemente quería preguntarte si aceptarías una invitación mía a tomar un café. Saludos."


Pasó un tiempo en  que no hubo respuesta, aunque pude comprobar que ella había leído el mensaje. A los pocos días, un cuatro de noviembre, acaso para incentivarla a contestar, o para llamar su atención, le envié un video de la canción de Neil Young llamada "Harvest Moon". Craso error. La respuesta de Marina no se hizo esperar y cayó sobre mí con una brevedad terrible: 


"Quien te conoce a vos? Sos un asco acosador! Con esa cara ni una cucaracha te puede dar bola. "


Nunca voy a olvidarme de Marina: la bestia rubia. Bella, fina, elegante, ligera, ladina y violenta como una onza. 

 



BREVE ENSAYO SOBRE LA SIMILITUD ENTRE LA MUJER Y LA GUITARRA.  



Me asomé por la puerta cancel y miré hacia el interior. Dos hombres afanosos trabajaban en silencio. Uno de ellos, robusto y proporcionado, con fisonomía de italiano del norte, me miró en forma algo inquisitiva, y se acercó a desgano. Abrió media reja y con una cordialidad recobrada, me invitó a pasar. El local era grande y pulcro. Lo más parecido al taller de Girlandaio, pensé, o de algún verdadero artista. Como excusándome, pero también tratando de afianzarme, dije "a mí me dicen Brando". Agregué que conocía a su hermano, pero eso me confería una cercanía controvertible, porque el hermano era diferente: más pequeño, cálido, expansivo y campechano. Además, nunca se sabe qué piensa alguien de su hermano. 

Entonces, para hacer algo, desenfundé la guitarra. Pero no para tocarla -que no sé- sino para preguntarle si le encontraba una solución. Luthiers inescrupulosos o torpes, amigos desorejados, o yo mismo en circunstancias que no recuerdo, habíamos causado a la guitarra un ponderado daño, que quería reivindicar como un acto de justicia. 

Antes había ido un par de veces a la puerta del taller, tratando de encontrar a los artesanos, pero la suerte me era remisa. O no tanto. Una tarde me puse a conversar con un tipo llamado Carlos. Llegamos a tal punto de comunión que me invitó a pasar a su casa, una hermosa y vieja propiedad en la que tenía habitaciones de alquiler. Me habló de su pasado como artista y me mostró una hermosa guitarra eléctrica, si mal no recuerdo, una Fernandes stratocaster. 


El hombre italiano, Alexis, me dijo que él había escuchado hablar de mí, por parte de Rosalía. Dije, como al pasar "la malograda Rosalía". El otro joven, amable y suave, de sonrisa diáfana, dejó el trabajo y se unió a nuestra conversación. El caso es que Alexis había llegado a tener una amistad muy estrecha con Rosalía, cosa de la cual no me había enterado nunca.  Según Alexis, ella le había dicho que yo era el mejor cantante de la ciudad. Y yo casi creo que es cierto. 

Porque, estrictamente, creo que soy el único que interpreta el tango como la música distinguida y afinada que debe ser, más allá de florilegios exagerados, fraseos artificiosos, vozarrones graves que impostan una barrialidad ful, poses canyengues que no son más que baturrillo para engañar a un público poco calificado y ávido de falsa emoción. Una vez participé de un concurso de cantores. Subí al escenario vestido como una persona normal, con un pantalón de sarga y un suéter marrón. Tuve la mala suerte de que en el momento en que comenzaba la pista, el viejo presentador estaba frente al micrófono, algo distraído, y tuve que aproximarme a él raudamente en una parada poco elegante. No obstante, canté perfectamente el tango Sur. Por supuesto, otros más sueltos, experimentados o cancheros, pasaron a la siguiente ronda por otras cualidades que no implicaban necesariamente la de cantar. En el jurado estaba una tal Karina Levine (no Levinás), y en la organización, un tipo afable llamado Darío Landi. Este último era, según creo, bien conocido de Rosalía.  Rosalía sí que cantaba bien el tango Nieblas del Riachuelo. Cuando le preguntaba a quién había tomado de referencia para hacer esa versión, respondía: a nadie, a mi abuela.  

Alexis el robusto me contó detalles acerca de la muerte de la "joven artista". El caso, hasta cierto punto, tomó estado público. Su cuerpo sin vida fue encontrado en los acantilados. Yo me había distanciado de ella por razones que hoy día ya no importan, que nunca importaron. Uno evita zanjar las distancias y tratar las cosas a tiempo porque no sabe que el otro se va a morir. O lo sabe pero lo olvida. ¿Y qué cambia, cuando uno muere, el estado de los pensamientos que tuvo mientras vivía?  

Había tocado a su puerta un par de veces, sin respuesta, durante esos días, y  en otra ocasión la ví venir por la calle San Martín y me preparé mentalmente para saludarla. Pero ella se metió en un negocio de Todo Suelto, tal vez, porque no quería cruzarse conmigo. Entonces seguí de largo. A los pocos días me encontré con Leopoldo: dijo sentirse preocupado por ella: estaba desaparecida. 

Me había encontrado hacía poco con la abuela de Rosalía en la panadería (que yo visitaba más por la belleza afrodisíaca de la panadera que por el pan),  y nos habíamos puesto a conversar un largo rato. Compartíamos muchos intereses, por ejemplo, la radio o la actividad textil. Ella me contó que Rosalía estaba haciendo un programa en la emisora Brisas.  

Mi hermana, que había sido compañera suya en el secundario, me llamó para contarme que había muerto, y el impacto fue inenarrable. No lo comprendía. Creí que sus últimas excentricidades serían cuestión de rutina. 

Alexis habló un rato largo, se descargó o se desahogó, se expresaba con elocuencia, decía cosas harto complejas, a las que yo no podía agregar nada valioso, solamente darle la razón. Me mencionó personas conocidas que pertenecen a una época muy antigua de mi vida. Y habló, desde luego, de amor. De cómo el amor parece ser ese matrimonio de Poros y Penía, dulce abastecimiento de vida por un lado, y carestía indigente, mortuoria y dolorosa por otro. El amor es la única enfermedad que uno quisiera volver a padecer. "¿Cuánto hace que no amo?" suspiran los solitarios, creyéndose desgraciados. 

En algún momento, después de su alocución larga y profunda, y  casi bruscamente, Alexis se excusó diciendo que tenía que continuar con su labor, entonces les pedí disculpas y me marché. Es que nunca tengo la prudencia para saber cuándo es el momento de irme. Le envié una grabación de una canción mía cantada por Rosalía, y él me respondió algo que prefiero no transmitir. 

Rosalía suscitaba pasiones: como Lou-Andreas Salomé. Los hombres revoloteaban a su alerededor tratando de hacerle lisonjeros favores, tratando de descifrar su cáustico misterio, y ella buscaba, como toda mujer, algo que está más allá, un deseo que acaso se dirigía hacia el mar -pienso- como ocurre en El cuento de la sirena.  

Cuando corté con mi hermana, no pude seguir concentrado en el partido de Estudiantes de La Plata y Corinthians, me acosté y prendí la radio. Empecé a mover el dial y surgió la voz de ella. Estaban pasando programas viejos, en los que leía textos autobiográficos de un poeta surrealista que le decía a su súcubo: aunque me hubiese equivocado, deberías haberme escrito. 

¿Dónde está Rosalía ahora que nos quedamos a oscuras? Bailando a orillas del mar como toda la gente hermosa que deja el mundo. ¿Qué será de tí, sola, en esa muerte espasmódica?

 

lunes, 22 de abril de 2024

Carta a un amigo que vuelve al país.

  


 Argentina: bien al sur. Podrás decir que todo aquí es chato, gris, obscuro y complejo. Esta tierra tiene la belleza de lo feral: una narrativa construída a partir de los anhelos de supervivencia de unos españoles que un día llegaron al estuario y se dieron  cuenta de que no había nada. Después de eso, se afincó la violencia, la incuria y la rebeldía sin sentido del habitante de la Pampa.


Vivir aqui es difícil porque el argentino baila una danza eterna entre el asentimiento a sus expoliadores que le prometen una hipotética prosperidad, y sus espasmódicas reacciones al advertir que lo estaban engañando. Siempre lo engañan y siempre sabe que lo van a engañar. Parece absurdo, pero es lo que nos pasa a todos todo el tiempo.  No se puede confiar en nadie, y no se puede vivir sin confiar. 


Acá vas a encontrar que todo es dificultoso. La gente es hostil, está  angustiada, nerviosa. La inmensa mayoría de la gente no sabe hacer buenas interpretaciones sobre lo que sucede,  se frustra porque infiere que todo está mal, y no es capaz de entender por qué. La gente es atolondrada -desde luego, me incluyo-  no porque naturalmente esté incapacitada para comprender, sino por la alienación que produce una urdimbre de discursos en la que se ve envuelta, y que le impiden desarrollar adecuadamente su pensamiento crítico. 


La realidad política de la Argentina, caótica, desproporcionada y delirante, es el emergente de una sociedad fragmentada que ha renunciado a la averiguación de la verdad. Los que promueven el discurso circulante apelan a fibras íntimas de tendencia reaccionaria. Eficientismo, meritocracia, represión, oclusión de lo diferente, son ideologías que casan muy bien con una ética del deterioro general de los valores altos, la ausencia de una consideración sobre las virtudes y las posibilidades de una buena vida. Esta ausencia se refleja en empecinadas expresiones, teatralmente infantiles, acerca de lo acertado que está uno mismo y lo equivocados que están los demás; y en una histérica repetición irreflexiva de consignas estereotipadas y falaces. 


A pesar de todo, se vive. Como en algunas distopías literarias, no han logrado suprimir del todo la invocación de un principio de Comunidad, hay células de amor y solidaridad soterradas. Algunos, incluso, sueñan con el regreso a una antigua Ciudad Dorada, y creen que en aquel fangal original, puede sembrarse la semilla de una nueva y gloriosa nación. La antropología del egoísmo y la violencia no se ha impuesto del todo, creo yo, porque sus fundamentos teóricos son demasiado artificiosos, y la imagen de su destino final es bastante difusa. Porque a pesar de los supuestos anhelos de objetividad, sus caracterizaciones siempre están teñidas de efusividad y exageración. 

viernes, 8 de septiembre de 2023

LA TRADICIÓN ANIMAL SEGÚN J.B. HALDANE

 El hecho de que haya en el mundo hombres y animales, de que el hombre sea asimismo un animal, y el único animal, según parece, capaz de estudiarse a sí mismo y a los demás, es algo que ha preocupado a los hombres al menos desde la época de Platón y Diógenes de Sínope. Incluso una Historia de los animales fue compuesta alguna vez por Aristóteles. Aquí no podemos permitirnos hablar de todo eso en términos demasiado amplios: más bien debemos delimitar un poco la esfera de nuestros actuales intereses.

   Es probable que exista un ingente cuerpo de teoría sobre la cuestión del conocimiento animal en general y de los primates en particular. Las consideraciones sobre el tema, esquemáticamente, van desde la pura y dura fijación del concepto de pensamiento (fundado, por ejemplo, en la posesión de creencias) hasta la apelación a experiencias y anécdotas que dan cuenta de que las bestias son capaces de hacer algo que nosotros consideramos que es pensar. Se dice que un chimpancé llamado Washoe, criado por T. y A. Gardner, fue capaz de aprender muchas señas del lenguaje para sordomudos y enseñarlo a otro chimpancé de nombre Louis. Además, se ha notado que los chimpancés pueden integrar informaciones sensoriales separadas, reconocerse en el espejo, recordar sucesos muy distantes en el tiempo, y formular planes para lo sucesivo. Incluso, hacen clasificaciones a partir de criterios diferentes cada vez, y combinan signos de una manera francamente original, como el chimpancé que llamó a la nuez fruta roca y al Alka-Seltzer la bebida que se oye. Una hembra pequeña de bonobo llamada Kanzi aprendió, según parece, un gran número de palabras, y llegó a comprender las órdenes bastante precisas que se le impartían para que manipulara ciertos objetos.

  Es entendible, de todas formas, que los filósofos sean renuentes a aceptar en estos animales la capacidad de reconocer entidades abstractas, tener un sentido de la identidad personal y hacer algún tipo de inferencia. El argumento de hierro es que como ellos no pueden hablar, nunca puede saberse estrictamente lo que están pensando, si es que lo están haciendo. Aún más: si ser pensante es ser intérprete de un lenguaje, y para ser interprete de un lenguaje hay que disponer de un lenguaje (un lenguaje proposicional, gramatical, y así) los primates están muy lejos de poder pensar, aunque haya quienes digan lo contrario. Los que pueden hablar, claro. 

  Más allá de toda esta interesante cuestión, hay que sopesar que si lo que se quiere estudiar es el comportamiento social, lo más apropiado sería observar a los animales en su ambiente natural o “nicho”. Esto (inconveniente, a buen seguro, para un estudio meticuloso de las potencialidades cognitivas individuales, acaso mejor orientado en el laboratorio) es indispensable para comprender las formas de interacción de los animales con sus congéneres en su contexto de crianza, y las expresiones de agresión intra-específica que puedan observarse. Así lo concebía aproximadamente la baronesa Jane Goodall: “es más fácil estudiar la destreza mental en el laboratorio, mediante cuidadosos y elaborados test y con un juicioso empleo de los datos, puesto que los chimpancés pueden verse animados a superarse a sí mismos, a exprimir sus mentes hasta el límite. Tiene más sentido realizar los estudios en la jungla, pero resulta mucho más dificultoso. Tiene más sentido porque podemos comprender mejor la presión ambiental que conduce a la evolución de la habilidad mental en las sociedades de chimpancés…En la jungla, una simple observación  puede tener un gran significado y constituir la clave de algún enrevesado enigma de ciertos aspectos del comportamiento.” 

  Es un punto interesante de escrutinio el de si las conclusiones que podemos extraer de la vida social de los animales son aplicables, en alguna medida o en algún sentido, a las sociedades humanas. Dicho bastamente, si podemos ir en vías de explicación “del animal al hombre.” Esa pregunta es la que inspira el artículo de Haldane “El argumento del animal al hombre”, en el cual, a pesar de que el autor dice “acaso la psicología humana es tan diferente de la de un chimpancé como la de un chimpancé respecto a la de un pájaro” considera luego que  “a partir de un estudio de cómo los animales alteran su conducta, y los procesos llamados condicionamiento, aprendizaje, memoria, etcétera, podemos, según creo, aprender bastante acerca de cómo los seres humanos individuales alteran su conducta, y eso tiene aplicaciones a la psiquiatría humana.” Esto involucra de una manera palmaria el asunto de la domesticación, tanto sea tal como existe en los animales o en cuanto es postulada para los seres humanos. Haldane se refiere a las afirmaciones de K. Lorenz sobre la domesticación,  e invoca los  trabajos de 1934 en los que se afirma que la civilización habrá de perecer a menos que una “política racial científica” pueda prevenirlo, y se perora sobre el “valor de la pureza racial”. Hemos hablado sobre esos trabajos en otro lugar, por lo que vamos a soslayarlos momentáneamente.

  Haldanel acepta la idea de que el hombre sea un ser “no-especializado” en muchos aspectos desde el punto de vista animal. Empero destaca que “ningún otro animal puede nadar una milla, caminar veinte, y luego trepar a un árbol de cuarenta pies. Muchos hombres civilizados pueden hacer esto sin dificultad. Por eso, es una simpleza el considerar al hombre como físicamente degenerado.” Algunos otros elementos permiten poner en entredicho la idea de que el hombre sea un animal “domesticado”. Haldane señala que todos los antepasados salvajes de los vertebrados terrestres han sido eminentemente sociales, por lo tanto, los descendientes domesticados observan patrones de comportamiento similares. No obstante, puede decirse que con la domesticación decae la comunicación con miembros de la propia especie, cuyas formas son atrofiadas o simplificadas. En el hombre no sucede algo por el estilo, pues se trata, como sabemos,  de un ser hipertróficamente comunicativo. 

  Pero que el asunto de la domesticación sea controvertible no implica que deje de existir un acusado interés en el estudio comparativo entre el animal y el hombre, en particular, en las formas de transmisión cultural. Según Haldane, “la diversidad del comportamiento humano depende tanto de las diferencias innatas como de las diferencias culturales. Hay, presumiblemente, diferencias en la mediana capacidad innata de los grupos humanos para variadas formas de realización. Pero las diferencias entre miembros de un grupo son más grandes que la diferencia media entre grupos. Por eso el ambiente, y en particular la tradición, son más importantes que los factores innatos a la hora de establecer las diferencias entre las culturas humanas. El estudio de la tradición animal es, luego, importante para los antropólogos.” 

  A continuación, Haldane se pregunta si acaso existe tradición entre los animales. En rigor, hay muchas actividades animales que son instintivas, incluidas en ello un número de actividades sociales que son aprendidas en soledad. El “lenguaje” de las abejas (tal como ha sido estudiado por Von Frisch (1950), Lindauer (1951) y Haldane y Spurway (1954)) consiste en un repertorio de movimientos simbólicos que aparentemente son ejecutados y asumidos sin aprendizaje. Hay asimismo pájaros que cantan una perfecta canción desde la rotura del cascarón. Haldane quiere sugerir que esa ha sido también la situación del hombre durante largos períodos de su historia evolutiva: “en el paleolítico inferior, la técnica de astillar la piedra continuó con muy pequeños cambios por períodos de más de cien mil años. Me parece posible que haya sido algo tan instintivo como la fabricación de las telas de araña, aún cuando la mayoría de los astilladores hubiesen visto a otros hombres astillando piedra. El asumir que esas técnicas fuesen aprendidas me parece una interpretación antropomórfica de seres que apenas eran pre-humanos.”  Pero hay aves, como el pinzón británico, que aprenden a cantar socialmente: de otro modo, su canto resulta irreconocible. Haldane advierte que “en nuestra propia especie un aprendizaje indebido en una etapa precoz es probablemente hostil a la cultura. No hay duda de que aprendemos algunas cosas importantes de nuestras madres, pero aprendemos cosas aún más importantes de la sociedad, y muchas culturas marcan la transición de un tipo de aprendizaje a otro mediante ritos especiales.”

  Haldane toma como motivación la pregunta formulada alguna vez por Hediger: ¿De qué modo se parece el hombre sicológicamente a otros mamíferos, más allá de sus necesidades fisiológicas, y en que sentido mayormente difiere? Hediger afirmaba que el hombre y el animal, en ese caso, se parecían en la territorialidad, y diferían en el temor crónico, privativo del mamífero no-humano. Haldane se pregunta si los animales emplean objetos materiales para la comunicación. Ciertamente, a efectos de marcar el territorio de que hablaba Hediger, los mamíferos dejan marcas de su olor particular a través de secreciones corporales. En cuanto a los hombres, esas marcas proceden más bien a través de estímulos visuales. 

  La presencia de rasgos culturales en animales se ilustra, por ejemplo, con las averiguaciones de Kuo (1938) según las cuales los gatos no matan ratas o ratones si no han sido enseñados a propósito por sus padres. Se ha probado además que las ratas separadas de sus progenitores mueren por retención de orina si su uretra no es debidamente estimulada. Ciertos monos japoneses han aprendido y se han transmitido entre sí la costumbre de lavar boniatos o arrojar trigo a un espejo de agua para separarlo de la arena. Unos cuervos de Inglaterra (parus major) inventaron la práctica de picotear la tapa de las botellas de leche que eran depositadas en el umbral de las puertas, para beber el contenido. Los chimpancés de África oriental “pescan” hormigas valiéndose de una rama despojada de sus hojas, y los de África occidental usan un tronco para romper el fruto de la palma. Esos hallazgos están muy bien, pero Haldane duda de que, en el caso de la organización social, ésta pueda atribuirse principalmente a la tradición. Eso no quiere decir que no puedan producirse en absoluto transformaciones sociales en las especies  animales: “los vertebrados tienen que aprender sus funciones en la sociedad en que nacieron. Y la estructura de esa sociedad varía con el número, el medio ambiente, el temperamento de sus miembros dominantes, y demás. Pero hay cuando menos una pequeña evidencia de que las circunstancias inusuales, ya económicas o individuales, pueden introducir un cambio en la estructura social en el transcurso de muchas generaciones, como ocurre en las sociedades humanas.”

  Hay rasgos del comportamiento humano que son instintivos: “todos los críos ‘saben’ que las cosas dulces son buenas para comer. Tal ‘conocimiento’ puede ser desde luego erróneo, como cuando un niño se envenena con acetato. El alcance del conocimiento instintivo humano es limitado, y nosotros sentimos su carencia. La libre voluntad es una pesada carga que llevar.”

  Haldane espera que su indagación  -referida a los términos en que el equivalente de la actividad social humana se encuentra en los animales, y si esto depende de la tradición- suministre una base para la antropología cultural. En ese sentido, los antropólogos serían capaces de aclarar algún interrogante si lo plantean en términos traducibles al comportamiento animal, y los datos sobre etología animal podrían echar luz sobre los orígenes del comportamiento humano, y en particular, sobre su extrema adaptabilidad. Según el autor, nuestras relativas dificultades para comprender el comportamiento social de los mamíferos, obedecen a que este comportamiento se basa  en gran medida en señales olfativas, a las que no podemos captar, porque hemos perdido las capacidades para ello  en el curso de la evolución. La emancipación progresiva respecto de los instintos constituye, en este esquema, un rasgo esencial en el desarrollo de la especie humana: “nuestra relativa carencia de instintos nos ha capacitado mucho para adaptarnos a los cambios que hemos realizado y estamos realizando en nuestro ambiente. Se encuentran en nosotros, de todos modos, vestigios de instintos, con lo que quiero significar en este contexto la consumación de emociones y acciones características por causa de algunos signos-estimulo arbitrarios, en escalas insospechadas.” 

  Retornando a la respuesta de Hediger en virtud de la cual el hombre difiere de los mamíferos en general en el aspecto  no ser crónicamente amedrentado, Haldane dice que los ancestros del hombre tuvieron efectivamente esa cualidad, al enfrentarse a grandes carnívoros que amenazaban su subsistencia. Desde la desaparición de ese peligro potencial, hemos poblado el mundo de duendes perturbadores y seres sobrenaturales cuyas fisonomías inspiran miedo, y que vienen a cubrir una necesidad emocional. La frecuente invención de objetos imaginarios de miedo es un  elemento que persuade a Haldane de que el estudio sobre los animales puede decir bastante sobre el inconsciente y la conducta irracional en los seres humanos.    


miércoles, 22 de diciembre de 2021

 



UNA REFLEXIÓN INCONSISTENTE SOBRE LA FILOSOFÍA Y LOS NAIPES. 


  Los jugadores de cartas. Rostros que reflejan el tedio cotidiano con las manos que descansan en el tapete, y la suerte momentánea dependiendo de lo que ocurra sobre él. Los jugadores de cartas aparecen frecuentemente como motivo en las artes, en la literatura, por ejemplo. El cuento de Borges El Encuentro es el duelo a cuchillo de dos hombres disgustados por un juego de cartas, y el poema Fundación mítica de Buenos Aires incluye los versos: 

Un almacén rosado como revés de naipe, 

brilló  y en la trastienda conversaron un truco, 

el almacén rosado floreció en un compadre,

ya patrón del a esquina, ya resentido y duro. 

También aparece en el cuento llamado El Zahir: 

"Ebrio de una piedad casi impersonal, caminé por las calles. En la esquina de Chile y Tacuarí vi un almacén abierto. En aquel almacén, para mi desdicha, tres hombres jugaban al truco".

  Los juegos de cartas son un suspense la vida cotidiana que alivia tensiones difíciles de soportar: se cuenta que el virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros estaba jugando con sus contertulios cuando vinieron a informarle que unos vecinos estaban protestando frente al cabildo. 

  Una leyenda algo confusa dice que los mozárabes del siglo XVI en España inventaron el juego del truco  a partir de que unos niños modificaran la baraja recortando las sotas, los caballos, el as de oro y el  de copas, por lo que no podían jugar a la Brisca, juego difundido en la época. Pero este ejemplo resulta incomprensible en nuestro contexto porque en Argentina se utilizan todas las cartas.  El juego llamado truk se difundió ampliamente en Murcia, en Valencia, en el sur de Italia, y llegó a las colonias americanas traído por el ocio venal y el irrefragable aburrimiento de los europeos que ya habían conquistado el mundo otrora desconocido. 

  Pensar en los jugadores de cartas es remitirse inmediatamente a la pintura impresionista, y en particular, a la serie de cinco cuadros con ese motivo pintados por Paul Cezanne, en los que va mostrando su tendencia a definir los volúmenes en forma geométrica y va simplificando su paleta hasta dar a la pintura una definitiva imagen de austeridad. 

  Heráclito se burló de los hombres que lo miraban jugar a los dados y les dijo "acaso no es esto más importante que ocuparse de las cosas de la Polis?" 

  El problema es que uno se aburre incluso de jugar a las cartas. Incluso de las cosas que le gustan. El problema es el tedio, y el tedio no tiene que ver necesariamente con la filosofía. La filosofía es aburrida, parece aburrida, para quienes inconscientemente la rehúyen porque no quieren mirarse al espejo, porque la filosofía es fastidiosa en sus preguntas, es primordial, pretende ir  hasta el final, y nadie quiere hacerse preguntas, o son pocos los que se avienen a preguntarse cosas. Mejor que mirarse al espejo es mirar la figura impasible que me devuelve la baraja. Y mejor que mirar hacia adentro es dar vueltas en la ronda del reparto del mazo: aunque pierda estoy ganando, porque perderme en la turba del juego es evadirme por un momento de que no sé quién soy, y no sé qué estoy haciendo aquí. Es una salida al tedio. Pero la filosofía no es la responsable de ese tedio, al contrario, es la única que toma el toro por los cuernos, lo admite, lo reconoce y lo analiza. "¿Qué pasa que nada me satisface?", pero "¿Qué es la satisfacción?", son preguntas que podrían ser una vía expedita de acceso a la reflexión filosófica. 
El primer día de clase les digo a los estudiantes: esto va a ser aburrido. Aburrido en los términos en que la sociedad considera que las cosas son aburridas, es decir, en el sentido en que demandan atención, concentración y esfuerzo intelectual. Una partida de cartas es más entretenida y más sencilla. En algunos casos, se trata de saber mentir y engañar, y en eso la mayoría de la gente es muy avezada, por ejemplo, mintiéndose y engañándose a sí misma. La partida de naipes es divertida, pero la clase de filosofía cala más hondo. La partida de naipes salda rápidamente las ansiedades que suscita porque todo se evidencia al ver las cartas, la filosofía es más exigente y requiere más paciencia y más tiempo, porque cuando se muestran algunas cartas, estas remiten a otras, y parece que la partida nunca se resuelve. Una partida que nunca se resuelve es el peor escenario para un jugador ansioso.  

  El jugador ansioso necesita estímulos que lo libren de la procelosa posibilidad de hacerse preguntas sin respuesta. Quiere vivacidad, movimiento, evasión, cambio, ruido, frenesí. Pero según la frase que se atribuye a Moris: de nada sirve escaparse de uno mismo. 

  Yo no soy nada: una anécdota trivial en la vida de estos jóvenes estudiantes que se dedicarán a banalidades o a cosas importantes. Tal vez algunos de ellos nunca vuelvan a oir hablar de la filosofía o tengan de ella un recuerdo aciago. Pero hay que preguntarse qué estamos haciendo cuando decimos que educamos, a quiénes estamos educando, quién quiere que estas personas se eduquen y con qué propósito. Hay que preguntarse, y aunque las preguntas se disuelvan con una broma chocarrera y nerviosa, con algún comentario de circunstancia para mitigar la incomodidad, siguen estando ahí: siguen molestando. 
Los juegos facilitan la vida y la hacen emoliente, pero en verdad son adoctrinadores en el sentido en que imponen al jugador una regla. Pero el filósofo se pregunta "¿Por qué debo seguir una regla?", "¿Qué es una regla?": es alguien que no sabe jugar, o juega en el límite, cuestiona, disuelve, es aburrido. Todo eso es cierto. El filósofo se pregunta si debe pasar su vida suscribiéndose a juegos ajenos, poblando su vida con esos repertorios de reglas, o empezar a ser el artífice de sus propios juegos, darse sus propias reglas. Pero, ¿Será esto posible? Pensaba en el poema de Borges que dice: 

"Cuando los jugadores se hayan ido, / cuando el tiempo los haya consumido, / ciertamente no habrá cesado el rito. / En el Oriente se encendió esta guerra / cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra. / Como el otro, este juego es infinito".

Podría ser que Dios estuviese en efecto jugando con nosotros, que no fuésemos en sus manos más que unos ajados naipes cuya vida se consumirá después de unas cuantas jugadas y que nuestra suerte -como lo creyó Spinoza- esté echada de antemano. 

lunes, 6 de diciembre de 2021


ICARDI ES UN DIOS. 


Icardi es un dios.  Es un apotegma que me acompaña desde hace algunos días, que me repito a mí mismo con insistencia, y que he tratado de fundamentar. 

Icari es un dios como Zeus, en el sentido en que, así como Zeus no es capaz de seducir por sí mismo y debe disfrazarse de toro, o de cisne, para concretar sus intenciones venéreas, Icardi hace las veces de mejor amigo, o de tipo que se está separando, de enamorado compungido, de lo que haga falta. Es un dios inscrito en una trama mítica burda, en la medida en que los demás le creen o fingen creerle a pesar de sus melifluas y poco inspiradas declaraciones, a pesar de su tono empalagosamente hipócrita, le creen a sabiendas del engaño, como quien se entrega a una fatalidad infausta y sin sentido. 

Icardi es un dios como Zeus porque es cobarde, y no sólo eso, requiere que haya una figura femenina que lo amoneste por su cobardía: un dios infantil que busca el límite exterior. Por eso busca tener a su lado una mujer inteligente, despótica, filosa y abnegada ante sus infidelidades.  

Icardi es extremadamente apolíneo: un dios hermoso, un dios de la luz, del orden y la proporción. Incluso los tatuajes, que a veces suponen algún tipo de disrupción y de incomodidad sensorial, se inscriben en su cuerpo de acuerdo a un orden y significación meticulosa, tienen un fin ornamental y pedagógico: son como un fresco en el muro impoluto de su cuerpo. 

El carácter apolíneo de Icardi se refleja en su forma de estar en el campo de juego. No desentona, tiene todos los modismos de un número nueve sin demasiadas condiciones técnicas. No entra mucho en juego, es un goleador raso y discreto. Icardi no da rienda suelta a su creatividad porque no se permite exteriorizar el trasfondo dionisíaco, porque no tiene vocación de contravenir el orden. Su afán de conservación se evidencia en sus ropas tradicionales, su afición al fuego y al hogar, su confesión de ser "muy a la antigua". 

Pero si Icardi es un dios, ¿Por qué no colma las expectativas de nadie? En este punto es donde quisiera relacionarlo con Schelling. Para cuando tenía la edad de Icardi, Schelling ya había diseñado tres sistemas filosóficos: Icardi todavía ninguno, aunque no soy de los que creen invariablemente en las virtudes de la precocidad. Es probable que Schelling hubiese jugado al fútbol mejor que Icardi, si lo hubiese intentado. Hay quienes dicen que el fútbol surgió en los colegios ingleses del siglo XIX, pero yo sé que hay testimonios de que se jugaba al fútbol o algo parecido desde el renacimiento. 

El punto es que una de las ideas de Schelling que más me ha impresionado es la de una divinidad que comienza siendo más bien imperfecta, y que se va perfeccionando en el decurso de la historia. Icardi es decepcionante porque es la transición hacia una configuración final que será indudablemente más perfecta: lo cual es razonable si se tiene en cuenta su punto de partida y su corta edad.